Apenas logré entreverlos en la semi oscuridad del ómnibus pero noté que eran muy jóvenes. Después, su largo diálogo me entretuvo, me hizo matar de risa, me indignó y me aburrió durante las horas de viaje.

Que hablaran en alta voz, seguros hasta en las dudas, fue un aliciente más para alguien a quien las conversaciones ajenas –curiosidad, indiscreción, vocación por el chusmerío, piensen lo que quieran- suelen subyugar. El hecho de que no me interpelen resulta irrefrenable, me lleve al sueño, a la alarma o al olvido.

–Lo que me rompe es por qué los profes insisten con las fuentes. Ahí no entiendo nada: que me lo expliquen y listo. Yo creo que así se ahorran el laburo, aunque te dicen que si querés investigar, que es el método… me parece que se quieren rascar a dos manos.

Tardé unos kilómetros en comprender que se trataba de dos estudiantes de Historia, presumo o quiero fervientemente creer, principiantes.

–Yo me voy a una fuente. San Martín, ponéle, que me enchufaron la correspondencia seleccionada. Y el tipo le encabeza una carta a su amigo Guido con “mi lancero amado”. ¿Y yo qué tengo que pensar? Mirá si vos me mandás un WhatsApp… ¡Te bloqueo! Ni lo pienso. ¿Vos no?

–Pero vos no vas a pensar que…

-Nooo. ¡Ni loco! Pero digamos que es raro. Es que no entiendo. Es simple. Si me mandás atrás del siglo XX no agarro una.

–Y ellos, dale con las fuentes. Hay uno que me mandó a comprar El Capital, de Marx. Ni sé para qué. ¡Es más grande que Harry Potter, que me costó un huevo! Pero, además –ya estaba lanzado–, no le entiendo nada. A los del siglo XIX no les pesco ni una. Cero. ¿Viste cómo hablan de las minas? ¡Dan tantas vueltas! ¿Querían o no?

Pasaban los kilómetros y las vaquitas y los charcos y las hondonadas. Y la línea gris pampeana clavada en el mismo fondo del universo. Y los historiadores la seguían, animosos, incansables. Uno que sabía más, era prudente o al menos traqueteaba el sentido común. El otro, indignado con la historia, con la vida, con esa elección seguramente suya.

Soy ateo. Es decir, no es que no pueda creer, es que estoy en contra de las religiones por razones que no vale la pena dilucidar. Pero durante el resto del viaje, entre sueños, me resonaba en el cerebro la única oración que sé, muy sencilla, que está afianzada en el país de mi infancia.

La protagonista de ese ruego es femenina, como es de prever, y apoltronado en el ómnibus no dejé de pedirle: por favor, que estos chicos logren encontrar una vocación, que no se obstinen en estudiar lo que no quieren, que no le pongan voluntad a aquello que no desean.

Que no envenenen ni aburran a chicas o chicos con letanías en las que no creen, ni usen y abusen de la historia, del tiempo, esa materia de la que, según Borges, estamos hechos.



Fuente Clarin.com

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