Al regreso de mi exilio en México, a comienzos del gobierno de Alfonsín, una amiga egresada de filosofía me decía con impotente indignación, como la de una mujer consciente de que no será escuchada por nadie: “Lo que en nuestro país está quebrado es el eje axiológico”. Dicho en lenguaje no filosófico, lo que había desaparecido de nuestro país era simplemente la decencia. La dictadura militar había barrido, con “su guerra sucia” y la Guerra de Malvinas, toda escala de valores.
Al igual que cualquier palabra, el significado de la decencia es múltiple. En la lejana Roma, decentia no aludía a la pulcritud, sino a la cualidad moral y ética de un ciudadano, sobre todo en su conducta pública, lo cual tendía a asegurar la cohesión imprescindible para un buen funcionamiento social.
En una de sus últimas convocatorias, a mediados de los años 50, el abogado Joseph Welsh le espetó sin temor al senador Joseph MacCarthy una frase que se volvería histórica: “Pero, dígame senador, ¿a usted no le queda ningún sentido de la decencia?” MacCarthy, en ese preciso momento, estaba acompañado por Roy Cohn, mentor, abogado y maestro de Donald Trump. La película El aprendiz nos revela cómo, poco a poco, el discípulo va superando a su maestro en el arte de la manipulación y la mentira. La palabra decencia directamente no entra en el vocabulario de Trump.
Si bien esta liquidación de los valores, que Nietzsche fue el primero en alertar sobre el advenimiento de las sociedades nihilistas, no es un síntoma privativo de Argentina, entre nosotros puede adquirir límites inconcebibles. ¿Qué nos ha sorprendido e indignado de la jueza de San Isidro, hasta hace poco desconocida para el gran público? Que haya carecido de la mínima decencia que su cargo le exige.
Realmente, deberíamos tener la capacidad de reiterar la pregunta de Joseph Welsh frente a las arbitrariedades, componendas y asuntillos que hacen que algo huela muy mal en la República Argentina, en sus poderes públicos y privados y en el mundo de hoy. El peronismo de los Kirchner llevó las cosas a niveles más escandalosos y cuantiosos que la Ferrari que le regalaron a Menem y que se resistía a devolver.
Por esa época, cuando la ahora libertaria Patricia Bullrich hacía campaña junto a Erman González, algunos empresarios de la UIA habían bautizado al contador riojano, casi cariñosamente, “Negro el 20”, por la comisión que, según ellos, les cobraba.
¿Acaso no debería indignarnos lo que pasó con la criptomoneda $Libra todavía más que los terrenos que en Calafate les cedieron a los Kirchner a precio vil? Una sociedad proclive a perder todo valor en función del pragmatismo económico se condena a ingresar en un círculo vicioso del cual resulta luego muy difícil escapar.
El capitalismo de la fragmentación se titula el excelente trabajo del historiador Quinn Slobodian donde describe, analiza y sitúa este proceso que se lleva adelante en distintos lugares del mundo, donde Argentina, por sus recursos y a partir del gobierno de Milei, ocupa un lugar de importancia: “una forma radical de capitalismo en un mundo sin democracia”.
Hoy asistimos a una concentración de poder, bienes y riquezas que vuelve el ejercicio real de la democracia un sueño casi imposible. El control sobre el modo de vida planetario que proponen las empresas high-tech, más una utilización creciente de energía, en un planeta que ya no soporta esta presión demográfica y de consumo de sus recursos, ha terminado hermanando a estos oligopolios con los gobiernos más autoritarios del planeta.
Los diferentes enclaves (paraísos fiscales, empresas mineras con amplia autonomía en los territorios que explotan, proyectos de terceros países, como la ruta de la seda, etc.) horadan a los Estados nacionales, pero también la distribución del ingreso de sus habitantes. “Para el radicalismo de mercado, observa Slobodian, la zona no ha sido simplemente un medio para alcanzar un fin económico, sino una fuente de inspiración para la reorganización del sistema político mundial en su conjunto”.
Las redes sociales, la I.A. y las finanzas (muy desvinculadas de la economía real), con un altísimo costo social, son los ingredientes de este nuevo capitalismo dispuesto a destrozar cualquier rasgo democrático que les imponga un límite. La ferocidad y el desdén contra la Unión Europea demo-liberal es una comprobación evidente de sus objetivos.
Este modelo requiere también una dosis de cinismo del que no hay memoria y que no posee un ápice de decencia. Al mismo tiempo que propaga los muchos defectos del Estado se apropia de sus principales resortes, en principio por medios democráticos, pero que luego buscará anular los contrapesos del sistema, especialmente a la prensa y la justicia.
Las “autocracias publicitarias”, al mejor estilo del viejo Stalin, buscan líderes mesiánicos, agnósticos elegidos por Dios y por la locura imperante, donde su base de sustentación se apoye cada vez más en recursos obtenidos desde el Estado para propagar las creencias y palabras infalibles del emperador, del loco o del león.