¿Cuál es la diferencia entre 30.000 y 8961? Exactamente 21.039 personas. ¿Quiénes parecen ser los más interesados en que 21.089 personas más hayan desaparecido como esas otras 8961 porque les parecen demasiado pocas?

Por lo que está más a la vista, Cristina Kirchner, su hijo Máximo, la organización La Cámpora y los diputados y senadores de la provincia de Buenos que votaron la ley 14.910, sancionada el 23 de marzo de 2017 y que dice en su artículo 1 “Incorpórase de manera permanente en las publicaciones, ediciones gráficas y/o audiovisuales y en los actos públicos de gobierno, de los tres poderes de la provincia de Buenos Aires, el término Dictadura Cívico-Militar, y el número de 30.000 junto a la expresión Desaparecidos, cada vez que se haga referencia al accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983”.

Todos ellos saben que durante los veinte años que gobernaron no pudieron agregar un solo nombre más a la lista de la Conadep de desaparecidos durante la dictadura militar. El único fue el de Jorge Julio López, que desapareció el 18 de septiembre de 2006, durante el gobierno de Néstor Kirchner, y que ya había sido secuestrado el 27 de octubre de 1976 por los militares.

Las 600 desapariciones y las 500 ejecuciones sumarias previas al golpe militar de 1976 que figuran en el informe que elaboró la Conadep no se han tomado en cuenta. Para los organismos de derechos humanos agrupados en Justicia Ya, que acompañaron a Jorge Julio López en el juicio por crímenes de lesa humanidad contra el ex comisario Miguel Etchecolatz, esas cifras representan la mitad de lo que ocurrió: entre el 20 de junio de 1973 (día de la Masacre de Ezeiza) y el golpe hubo 900 desapariciones y 1500 asesinatos.

¿Cuál habría sido el destino de cada una de esas otras 21.039 personas si se cumpliera el deseo de quienes quieren que los desaparecido sean 30.000? Es fácil saberlo e imposible que no lo sepan quienes creen que es poco que sean “solo” 8961: basta con leer el informe de la Conadep Nunca Más, publicado en 1984.

Vamos a ahorrarnos algunos detalles, pero depende de nuestra sensibilidad que nuestra imaginación nos ayude a ver en su auténtica dimensión todo el sadismo practicado por los militares durante los interrogatorios: saber que fueron torturados no es lo mismo que saber cómo fueron las torturas.

Y no es una cifra, sea la que sea, la que sufrió esas torturas, sino cada una de las personas que están en esa cifra. En una masacre no hay sufrimiento colectivo, sino el sufrimiento individual de cada uno de los que corrió esa suerte. Valorar la pérdida de cada vida de acuerdo a cuántos fueron los asesinados es otro crimen.

A cada uno de los 8961 desaparecidos le pusieron la picana eléctrica en las encías, en las tetillas, en los oídos, en los testículos. Lo golpearon de manera sistemática y rítmica con varillas de madera en la espalda, las pantorrillas y los pies hasta que la intensidad del dolor le hacía perder la sensibilidad corporal que volvía al rato de parar el castigo con un dolor insoportable, que llegaba al desmayo cuando le arrancaban la camisa pegada en las llagas para someterlo a una nueva sesión de castigos. Su corazón debió resistir la sádica combinación de picana, que contrae los músculos, y apaleo, que los hace relajar en un reflejo de defensa. Su descanso entre tormento y tormento era colgar de los brazos de dos ganchos fijados a la pared de su calabozo. Lo quemaron con cigarrillos y clavos al rojo vivo.

Con una gillette o un bisturí le despellejaron pacientemente las plantas de los pies, lo violaron con un hierro y le hicieron una descarga eléctrica a través del ano, le retorcieron los testículos hasta que sentía que lo desgarraban por dentro mientras sus torturadores le decían “nosotros somos dios para vos”.

Lo tiraron mal herido en un calabozo y a la madrugada entraron a las patadas y le mojaron el colchón y las ropas. Lo obligaron a cagarse y mearse en sus propios pantalones, hicieron un círculo a su alrededor y lo golpearon empujándolo de un lado a otro hasta que cayó al suelo y allí lo patearon y lo levantaron de los pelos para volver a pegarle.

Lo enterraron desnudo dejándole sólo la cabeza afuera, bajo el sol y la lluvia, para que lo picaran las hormigas durante cuatro o cinco días. Le hicieron tragar bolitas de metal unidas por un cable y cuando soltaban la descarga eléctrica sentía que estallaban cientos de cristales en sus entrañas. Se le pudrió la carne en su cuerpo todavía con vida. Le metieron ceniza de cigarrillos en los ojos. Le pusieron un gato dentro de su ropa al que picanearon para que le clavara las uñas. Le echaron ácido dentro del pene. Lo sometieron a simulacros de fusilamiento. Le dijeron que los gritos que escuchaba en la habitación vecina eran los de su madre…

¿Quién quiere que hayan sido 30.000? Dan ganas de gritar ni uno más, nunca más. El ninguneo constante del kirchnerismo a los 8961 desaparecidos porque son demasiado pocos es despreciable.

Nadie les niega el derecho a los organismos de derechos humanos (Madres, Abuelas, HIJOS, Encuentro, Memoria, Verdad y Justicia) a seguir buscando, pero no existe el derecho a la utilización política partidaria (o personal) del drama.

Y ya que hablamos de derechos humanos, ¿cuántos de los 130.568 muertos que nos dejó el Covid-19 se podrían haber salvado si el gobierno de Fernández y Cristina Kirchner no hubiera hecho todo lo que sabemos que hizo, y no hizo, durante la pandemia? ¿Treinta mil?



Fuente Clarin.com

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