A fines de 1992, mientras los cines lucían los afiches de la versión de Francis Ford Coppola de Drácula, llegó a las librerías británicas otra novela que metía los pies en la fantasía gótica. Pero el autor Alasdair Gray no había alimentado las páginas de Poor Things con los mitos y leyendas sobre el chupasangre más famoso del mundo, sino que su materia prima era la historia del emblemático monstruo ficticio creado por Víctor Frankenstein en la novela de Mary Shelley. El texto del escocés –que incluye el subtítulo Episodes from the Early Life of Archibald McCandless M.D., Scottish Public Health Officer– dio el salto a la pantalla grande más de tres décadas después de la mano del director griego Yorgos Lanthimos y con un elenco encabezado por Emma Stone. Luego de haberse estrenado en el Festival de Venecia, de donde se fue con el León de Oro, Pobres criaturas llegará este jueves a la cartelera comercial argentina para mostrar un nuevo rostro de ese actor con más de mil que es Willem Dafoe.
 

Como si fuera su propio Frankenstein, Dafoe se hizo a sí mismo a lo largo de una trayectoria que hoy lo encuentra formando parte del selecto grupo de artistas-artesanos de alcance popular, capaces de navegar con seguridad en todos los géneros posibles y alternar entre superproducciones taquilleras y películas independientes sin patrón estilístico vinculante. Ya sea en un rol central o secundario, se apropia de sus personajes dotándolos de una impronta única, al punto de que cuesta imaginarlos a cargo de otro actor: imposible que alguien logre la nobleza martirizada de su sargento Elias Grodin en la multipremiada Pelotón, la humanización de Jesús en La última tentación de Cristo o la psicopatía seductora de Bobby Peru de Corazón salvaje. Y ni hablar de su cara diabólicamente perfecta al servicio de la villanía del Duende verde, antihéroe de primera Spiderman a cargo de Sam Raimi.
La lista podría seguir hasta el infinito y más allá con películas de calidades diversas. En las buenas, aporta lo suyo para elevarlas aún más; en las malas, su presencia suele ser el consuelo de haber pagado el precio de una entrada o la suscripción a una plataforma. A este último grupo pertenece Máxima velocidad 2, uno de los grandes fiascos –sino el más- del Hollywood de la última década del siglo pasado. “La gente suele burlarse de mí por ese trabajo”, confiesa durante la entrevista con los medios internacionales –entre ellos, Página/12– presentes en la 20º edición del Festival Internacional de Cine de Marrakech, al que Dafoe asistió para dar una charla sobre su trayectoria. “La primera era muy orgánica y funcionaba muy bien. Ésta, en cambio, fue una producción mucho mayor, pero no hubo química y no funcionó, al menos en Estados Unidos. Pero me ha pasado de ir a lugares como India donde todos me decían que les encantaba. Yo no juzgo, soy feliz cuando el público disfruta de una película”, agrega.
 

Lo que no hay película buena o mala capaz de cambiar es el “minimalismo físico” de Dafoe: si una parte importante de la crítica y de los premios de Hollywood han logrado instalar la idea de que la calidad de una actuación va de la mano de la contundencia de la transformación física -son legendarios los engordes y adelgazamientos de Christian Bale, así como también el “afeamiento” de actrices hermosas para probarse el traje del prestigio–, a este hombre nacido en 1955 le basta con una dentadura postiza, un peinado engominado, alguna pose corporal particular o un par de líneas de maquillaje para darle a sus personajes una verosimilitud proverbial.
 

De allí, entonces, que lo primero que llame la atención al verlo en la piel de un científico un tanto chiflado, llamado Dr. Godwin, en Pobres criaturas sea la tonelada de maquillaje que lo recubre. “No me gusta hablar mucho de ese tema porque siento que el público puede distraerse prestando demasiada atención a eso”, afirma. No le gusta, pero igual habla: “El maquillaje, en general, es una hermosa máscara. Te sentás en la silla durante muchas horas para ver cómo vas desapareciendo y surge alguien distinto. Siempre ayuda que te veas y sientas distinto a vos para ser otra persona. A muchos actores les gusta alardear de lo molesto del proceso, pero no es mi caso porque creo que son las reglas del juego. A veces me tocaba llegar mucho antes que todos porque el resto no tenía ese tiempo de preparación”.

Dafoe en Pobres criaturas, en la piel de un científico un tanto chiflado, llamado Dr. Godwin.  

Pero esa caracterización –que nada casualmente le valió una nominación a los Globos de Oro y una más que probable al Oscar– no es un capricho del responsable de El sacrificio del ciervo sagrado, La favorita y La langosta. Las cicatrices son las huellas más visibles de los múltiples experimentos a los que se sometió Godwin antes de ensayar el que dispara la acción del film: colocarle el cerebro de una niña a una joven suicidada. Es así que surge Bella Baxter (Emma Stone, ganadora de uno de los dos Globos que se llevó el film), cuyos descubrimientos iniciáticos e intentos emancipadores posteriores le pondrán los pelos de punta a “God” (“Dios”), tal como ella llama a Godwin.
-¿De dónde provino su inspiración para su personaje?
-Además de lo que aporté yo, tuve mucha ayuda porque el universo de Pobres criaturas estaba muy completo. Además, como actor me gusta quedarme en el set. No me voy a un camarín o una camioneta a esperar mi turno, sino que me quedo con el resto del equipo pasando el rato y viéndolo trabajar. Me resulta más relajante y me permite entrar mejor en la historia. Tanto Yorgos como el resto de las áreas me dieron muchos elementos para saber cómo debía ser mi personaje. Al convivir mucho tiempo con esos elementos, siento que se vuelven míos.
-En el último par de años estuviste en películas de directores con los que ya habías trabajado, como Robert Eggers o Wes Anderson. ¿Buscás continuar una especie de viaje que te lleve a aprender más sobre ellos?
-Sí, totalmente. Me gusta trabajar con quienes tuve experiencias agradables sintiendo que me entendían y que les gustaba lo que hacía. Como hay tantas variables a tener en cuenta cuando se hace una película, encontrar a alguien de confianza y con un lenguaje interesante es fructífero. Me gusta ser parte del vocabulario de un director y que él se interese en mí. Uno es un color dentro de su paleta y tiene que estar listo para aparecer de esa manera. De lo contrario, no estarás en sintonía con el resto de su lenguaje. Y si encima es un director al que admiro, genial.
-Además de Pobres criaturas, en el Festival de Venecia del año pasado se estrenó Pet Shop Days, de Olmo Schnabel, el hijo de Julian Schnabel, con quien en 2018 filmaste Van Gogh a las puertas de la eternidad. ¿Qué sentiste al trabajar con el hijo de alguien con quien ya habías trabajado?
-Fue bueno. A Olmo lo conocí cuando fue asistente de producción en la película de su padre donde yo interpreté a Van Gogh. Ahí pude ver cómo trabajaba. Apenas empezó con Pet Shop Days me llamó para decirme que le encantaría que participara, y yo le dije que me avisara cuando estuviera listo. Me gustó mucho su manera de abordar las cosas y cómo se desarrolló como director. Siempre es bueno trabajar con jóvenes porque a veces el éxito corrompe o genera fatiga en los directores con más experiencia. Ellos vivieron mejores tiempos en la industria y muchas veces los escuchó decir que antes era todo más divertido y fácil. Pero yo soy como un niño y no me siento así. Puede que los jóvenes no sean tan hábiles o confiados de sí mismos, pero tienen mucha energía y un tipo muy particular de esperanza.
-¿Trabajás de manera distinta con directores jóvenes?
-Depende del director. Como me ven como un veterano, el equilibrio puede alterarse. No me gusta que un actor tenga demasiado poder sobre un director ni creo que sea una buena relación de trabajo. Siempre trato de ayudarlos, pero a veces tengo que plegarme a lo que dicen para convertirme en un material para ellos. Hay que relajarse, dejarlos hacer lo suyo y ayudarlos de la mejor manera que se pueda, porque también es cierto que si hay algo que no te gusta vas a intentar corregirlo según tu manera de pensar. Es un equilibrio delicado porque a veces te respetan demasiado. Sólo soy un actor más, no estoy para sumar un peso extra a mi trabajo, solo estoy ahí para hacer una película junto a ellos.
-Varias veces has dicho que estás muy interesado en el Astanga yoga. ¿Eso cambia la manera de aproximarte a la actuación?
-Sí, y también cambia mi manera de moverme. Es una cuestión de respiración y concentración, por lo que es posible aplicar esas técnicas a la actuación. Trato de hacer yoga para sentirme mejor. El yoga tiene un efecto profundo que me ayuda a pensar y a hacerme internamente fuerte y flexible, además de relajarme y hacerme sentir que estoy en mi cuerpo. Actuar es hacer cosas utilizando el cuerpo como instrumento, por lo que necesito esa flexibilidad que, además, me permite encontrar mejor al personaje. Sé que se habla mucho sobre el yoga y que hay muchos malentendidos, pero para mí se trata de revisar tu cuerpo todos los días, hacer una suerte de inventario y tener un tipo diferente de conciencia.



Fuente Pagina12