La cita periodística con los integrantes de Hermética era en la vieja redacción de PáginaI12 sobre la avenida Belgrano. La irrupción de Ricardo Iorio, Claudio O’Connor y Antonio Romano alteró el micro clima progre de la recepción del diario. Vestidos de cuero negro con 35 grados de calor, parecían sobreactuar cierto gesto adusto, como de inadecuación orgullosa. Cuando llegó el fotógrafo, salimos a la calle a buscar alguna locación prejuiciosamente compatible con el target metalero: algún terreno baldío, un galpón abandonado, una vieja fábrica, todas cosas que no abundaban en esa zona lindante con el centro porteño.
Encontramos finalmente un lugar y el fotógrafo empezó a hacer su trabajo, que consiste, desde que existe el periodismo gráfico, en generar distintas situaciones en cuanto a poses y gestos. Los músicos se mostraban reticentes, no mostraban ningún entusiasmo con las propuestas del fotógrafo, hasta que Iorio les puso un punto final a las negociaciones: “Hermética somos tres chabones parados”. Y así salió en el Suplemento No: tres chabones parados. Terminaron la brevísima “sesión” y se fueron, dejando un tendal de miradas curiosas de los transeuntes. Entre tantas camisas y corbatas, solo un pibito que trabajaba de cadete frenó su moto y les pidió un autógrafo.
Debe hacer treinta años de esta anécdota medio tonta que, sin embargo, dice algo sobre lo que representaba Iorio: era un tipo “de otro lugar”, un chabón no asimilado a ninguna idea de establishment, cualquiera fuera nuestra noción de establishment. Cargaba con un legítimo resentimiento que no disimulaba sino, más bien, exponía desembozadamente, con la gestualidad del tipo que deja ver todas sus heridas como si fueran trofeos.
En una entrevista posterior, ya como líder de Almafuerte, en un momento se puso violento y empezó a golpear la mesa mientras lanzaba insultos contra varios próceres del rock nacional (los definía como “tragaleches”). A los cinco minutos estaba haciendo chistes (que eran más heavies que los insultos) y llenando de ginebra el vaso del apichonado cronista, a quien después de dos horas de charla caótica despidió con un abrazo de oso y un “reconocimiento”: “A vos te respeto porque te viniste hasta acá en bicicleta y porque tenés apellido italiano trabajando en PáginaI12” (sobre este último punto preferí no ejercer el derecho a la repregunta).
Con el paso del tiempo, se fue haciendo más grande la brecha entre lo que decían sus mejores letras y sus intervenciones públicas. De a poco, su nacionalismo proletario y suburbano fue mutando hacia una suerte de fascismo telúrico. Empezó a hablar con un tono sentencioso y a filtrar frases campestres, como si viniera de otra época y -nuevamente- “de otro lugar”. Desvió también el blanco de su resentimiento juvenil: de los patrones en general y la policía en particular pasó a descargarse con los judíos, las mujeres, los zurdos, etc. De todos sus derrapes verbales e ideológicos hubo uno que dolió especialmente a muchos porque evidenció una mezcla de ingratitud y desclasamiento. Darío Santillán era fan de Hermética. Cuando le preguntaron a Iorio qué sentía sobre el doble asesinato en Avellaneda dijo: “se hicieron matar al pedo”.
En los últimos años, potenció su declinación en diversos frentes con una inclinación hacia el grotesco. Sus encuentros con Beto Casella, aptos para la vergüenza ajena o para el consumo irónico, resultaron un juego inocente comparado con la foto que compartió con Alejandro Biondini, imposible de digerir. El relativismo cultural que se les aplica a los artistas queridos y/o respetados había encontrado un límite.
Su muerte no lo embellece. Apenas se conoció la noticia, la reacción instintiva fue volver a escuchar “Se vos”, “El pibe tigre”, “Tu eres su seguridad”, “Presa fácil”, la playlist que lo sobrevivirá con menos contradicciones.