En la historia reciente la Argentina atravesó distintas crisis en las que, como país y como sociedad, se vio obligada a “reinventarse”. Sucedió con el regreso a la democracia para dejar atrás la muy oscura noche de la dictadura y el genocidio cometido, incluyendo allí la irracional guerra de Malvinas. Volvió a ocurrir después del menemismo seguido del gobierno de la Alianza, que tuvo su penoso broche con la crisis del 2001, también regada con sangre. Con el gobierno de Raúl Alfonsín, en primer caso, y el de Néstor Kirchner, en el segundo, el camino elegido –más allá de las diferencias que pueden plantearse– siempre se fue en búsqueda de más y mejores derechos para ciudadanas y ciudadanos, entendiendo que la democracia encuentra su justificación como sistema en la calidad de vida de las personas apoyada en la vigencia plena e integral de los derechos económicos, políticos, sociales y culturales. Ese es el propósito esencial de una gestión política de calidad.
Consignas como “memoria, verdad y justicia” abrazadas por gran parte de la población y apalancadas en la incansable acción de los organismos defensores de los derechos humanos, particularmente por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, se convirtieron en propósitos que cargaron de sentido no solo a la militancia política. Fue así que gran parte de la ciudadanía los hizo suyos porque coincidió en que no se trataba de una reivindicación aislada o sectorial, sino de una demanda aglutinante en torno al protagonismo ciudadano que la democracia requiere también para lograr más y mejor justicia social. De esta manera el reclamo de salarios dignos y de una más equitativa distribución del ingreso no se escindió de otros reclamos igualmente justos como el derecho a la identidad, el reconocimiento a la diversidad de géneros, la comunicación democrática, el acceso a la propiedad de la tierra y la vivienda, las luchas feministas o la demanda por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo.
Todos y cada uno de estos reclamos –y otros tantos que aquí no se mencionan- cargaron de densidad política la etapa democrática. Hicieron que la democracia valiera la pena para quienes la pregonaban y para quienes, de diferentes maneras, militaron su vigencia.
No se puede seguir descansando en el recuerdo de ciertos “tiempos maravillosos”… que sí lo fueron, pero que también tuvieron su parte de vaso vacío.
En reiteradas ocasiones se habló de “derechos adquiridos” con la presunción de que esta sola consideración evitaba la vuelta atrás. Quizás sea el momento para –a la luz de los acontecimientos– repensar profundamente esa afirmación sobre “derechos adquiridos”.
En primer lugar porque ningún derecho se conquista de una vez y para siempre, sino que es necesario renovarlo y actualizarlo cada día y en todo momento. Porque la historia y la vida en comunidad presenta siempre nuevas demandas, otros desafíos. Nadie podría decir que el derecho a la educación y la cultura permanece inmutable, mientras los derechos laborales se modifican a la par de las modalidades productivas. Pero también porque todo derecho, una vez que se alcanza, es apenas un piso para seguir aspirando a más y nunca puede ser un punto de llegada. El horizonte siempre es por más y mejor calidad de vida. No verlo así sería una muestra de triste mediocridad.
Ni qué decir cuando –por añadidura– lejos de mejorar, las condiciones materiales empeoran. ¿De qué sirven leyes que no se cumplen o convenios colectivos de trabajo que dejan por fuera a casi la mitad de la población que se desempeña en la economía informal? ¿Se puede hablar de “justicia social” con el 39% de la población en situación de pobreza? ¿Cómo reivindicar en tanto solidario y justo un régimen jubilatorio que somete a la pobreza a quienes aportaron durante toda su vida activa en la esperanza de transitar su retiro sin penurias y sobresaltos?
En estas condiciones no puede extrañar el “olvido” -atribuido a las y los más jóvenes y a otros que no lo son tanto- de lo que significó la dictadura o del derrumbe de todo tipo a raíz de la crisis del 2001. “La única verdad es la realidad”… y tan cruel es la misma que puede hacer perder la memoria histórica de una comunidad.
Pero sería un grave error hacer recaer las “culpas” sobre quienes tienen memoria frágil. Porque es la comunidad toda –y en particular la dirigencia política– la que tendría que haber asumido la responsabilidad de mantener activa la memoria a través de una acción política comunicacional y pedagógicamente realizada, que exige también procesos educativos y culturales pensando en las nuevas generaciones que se integran en el debate público.
A lo anterior debería sumarse la tarea de actualizar la vigencia de cada uno de los derechos ganados, resignificando su sentido aquí y ahora. ¿No habría que pensar que el derecho a la vida incluye hoy ante todo poder trabajar, recibir salarios dignos y gozar de seguridad en la vía pública? ¿Qué respuestas hay para estas cuestiones prioritarias en la agenda pública? Aunque sea repetir: sin resignar nada de lo ya obtenido, sino sumando y volviendo a argumentar desde el nuevo contexto político y social, con lenguajes y recursos acordes a la hora. Sin perder de vista que poco se podrá hacer en esa línea si, de manera simultánea, no mejoran las condiciones materiales que sustentan la calidad de vida.
El futuro requiere revisar profundamente el sistema democrático tal como lo conocemos. Para alcanzar más justicia en términos materiales, pero también para que los derechos que se declaman y defienden como esenciales dejen de ser apenas un buen recuerdo de logros obtenidos y una reminiscencia histórica. Tienen que cobrar vitalidad y sentido latente en la cotidianidad actual de quienes hoy mismo necesitan respuestas. Puede ser tarde en términos políticos electorales, pero es imprescindible para imaginar un futuro diferente a mediano y largo plazo.
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