Creo no equivocarme si sostengo que suele asociarse a la envidia con lo posesivo. Es decir: en general, se envidia lo que otro posee. O lo que otro es, o llegó a ser, o fue, o vaya a saber. Yo no tengo esa clase de envidia. Yo envidio, y mucho, otras cosas.
Yo envidio, profundamente, a los que ven bien. Sin importar su edad. No tienen miopía, ni presbicia, ni siquiera usan anteojos de sol. Y ven de cerca y de lejos. Ven la letra chiquita y la recontra chiquita. Lo único que no les envidio es que sus seres más cercanos lo saben, y seguramente, como justo castigo compensatorio, los usan todo el tiempo de lupa: “vos que ves bien, ¿cuánto sodio tiene esto?”, “vos que ves bien, ¿me decís qué dice el contrato de alquiler?” O “vos que ves bien, “¿esta es la boleta que tengo que poner en la urna, no?”.
Pero mi envidia no se detiene allí. No señor. Soy muy envidioso de esa gente que no importa la hora del día que sea, siempre está impecable. No tiene ni un pelito desacomodado, después de trabajar 16 horas tiene el cuello de la camisa y la corbata sin un rasguño, y supongo que se levanta a la mañana y no sabe lo que es una lagaña y tiene dientes autolimpiantes. Yo a los cinco minutos de vestirme, ya me chinga algo. A las dos horas ya me confunden con un linyera. Ocho horas más tarde, tengo que evitar pasar cerca de un policía.
En el mismo rubro de gente que debe haber hecho un pacto con el diablo, están esos que tienen SIEMPRE el auto impecable. Ni una rayita, ni un resto de popó de paloma y hasta la patente, que denota que tiene por lo menos 10 años el auto, brilla como nueva. ¿Nunca agarran una cuneta? ¿Nunca les cae una hoja de árbol ni siquiera en el más crudo otoño? ¿tienen un lacayo con una franela y un trapo rejilla húmedo en el baúl?
Hay otro tipo de personas que también entran en mi ranking de envidiables: son aquellos que jamás de los jamases pierden la lapicera o la birome. Los he visto. Los conozco. Hasta tienen el descaro de prestar el útil de vez en cuando, y así y todo, recuerdan que lo prestaron, lo reclaman amablemente, e, indefectiblemente, ¡no pierden nunca la birome! Confieso que alguna vez intenté robárselas, como para que al menos sintieran lo que era perder una birome. Y no tuve suerte. Por alguna razón, al final del día, la birome estaba ahí, en poder de su dueño. Y eso no es nada: ¡nunca se les acaba la tinta! Seguramente es la misma gente a la que jamás se le queda sin tinta la impresora, o que siempre tiene señal de celular, o que simplemente, es hija de Belcebú, Lucifer o de los dueños de las empresas abastecedoras de energía eléctrica.
Explíquenme esto: ¿por qué hay personas que pueden comer DE TODO? Y nada les cae mal. Papas fritas a caballo y un tubo de tinto y los triglicéridos ¡les bajan! Un mondongo a la española y una porción de lechón les aumenta el colesterol, ¡pero el colesterol bueno! Y algo mucho peor, y mucho más envidiable: ¡los que comen de todo y no engordan! No aumentan de peso, no sufren de patadas al hígado y ni siquiera tienen balanza en la casa. ¿En dónde quedó la igualdad de oportunidades? ¿Es esta la justicia social? No señor. Así está el mundo, por culpa de estas desigualdades intolerables. Porque uno no quiere que les pase nada malo, pero yo preferiría no conocerlos, no cruzármelos en mi camino, porque no me gusta envidiarlos, pero no tengo alternativa: ¡los super recontra híper envidio!
Y créanme: estoy esperando una ley de talles, no como la actual, sino una que diga que si fuiste a comprar 3 prendas distintas, y con ninguna tuviste problemas con el talle, ¡no podés volver a comprar ropa por 6 meses! O si, pero con un recargo del 300%. Porque no puede ser que yo no pueda comprar ni un miserable par de medias sin tener que probarme al menos 4 pares, porque o me van chicas, o me aprietan, o son grandes, ¡o no son las medias que me querían comprar! Esta otra gentuza va y consigue lo que quiere, y nunca tiene problemas de talle. Esto se tiene que terminar. Porque la envidia no es buena, y te hace querer que pasen cosas malas, como que ganen los libertarios para que nadie consiga ningún talle.
Como verán, la envidia no solo se asocia a lo económico, a la fama, o a la posición social. Puede estar referida a cualquier cosa: uno puede envidiar a otro que tiene el pelo rubio, o el pelo enrulado o que, simplemente, ¡tiene pelo! Uno puede envidar al que no se calienta por nada, y le va bien igual. Al que no sabe un pomo de lo que pasa en la realidad, y le va bien igual. Y sobre todo, al caradura que hizo que nos vaya mal a todos, y habla como si no hubiera sido responsable de nada. Porque tanta cara rota, es muy envidiable.