El 27 de febrero de 1974 se produjo uno de los hechos emblemáticos de la tercera y convulsionada presidencia de Juan Domingo Perón. El jefe de la policía de Córdoba, teniente coronel Antonio Domingo Navarro, sublevó a sus hombres contra el gobernador Ricardo Obregón Cano. El mandatario provincial tenía datos de un complot en su contra y ese día decidió descabezar la cúpula policial. Navarro desconoció la orden, sacó a sus hombres a la calle y ordenó la detención de Obregón y su vice, Atilio López, uno de los principales dirigentes del Cordobazo de 1969. También se detuvo a funcionarios del gobierno provincial y se ocuparon las radios. Fue el Navarrazo.

Desde Buenos Aires, llegó la respuesta de Perón: no condenó el alzamiento y ordenó la intervención de Córdoba, a través del Congreso Nacional, sin reponer a las autoridades depuestas. La provincia quedaba en manos de la derecha peronista, que veía a Obregón Cano demasiado cercano a la Tendencia Revolucionaria; es decir, Montoneros y la Juventud Peronista. Un mes antes del alzamiento, y con motivo del ataque del ERP al regimiento de Azul, Perón había promovido la renuncia del gobernador bonaerense, Oscar Bidegain, otro dirigente cercano a la izquierda del movimiento. El peronismo combativo de la Resistencia, ya de vuelta al poder en la figura de su líder, viraba a la derecha.

Una edición de la novela con un fotograma de la película. 

A 800 kilómetros de Córdoba, un periodista de La Opinión, que el año anterior había publicado su primera novela, tituladaTriste, solitario y final, comenzó a escribir una ficción cuyo disparador, en esas semanas, no podía ser otro que el Navarrazo. Osvaldo Soriano calificó como “satírica observación del fenómeno peronista” a lo que sería No habrá más penas ni olvido.

Pueblo chico, infierno grande

El autor contaría años más tarde: “Escribí No habrá más penas ni olvido acá, en 1974, aunque muchos creen que fue durante el exilio. Era un momento difícil de mi vida. Mi viejo se estaba muriendo. Yo estaba muy sensibilizado por ese disparate que ocurría en el país y que nos desbordaba en todos los aspectos: ¿qué era eso de que Perón bautizara como peronistas a quienes no lo eran y echara a peronistas que sí lo eran? Todo esto, que tiene explicaciones políticas, a mí me parecía poéticamente siniestro. Y decidí trabajarlo en un pequeño pueblito como Colonia Vela”.

La alusión a una probable y falsa creencia sobre la escritura en el exilio obedece a que el libro apareció en 1978, dos años después del golpe militar, cuando Soriano estaba en Francia. El gran conflicto interno del peronismo de los ’70 era radiografiado de manera microscópica en el pueblo de Colonia Vela, inspirado en la localidad tandilense de María Ignacia Vela. Soriano había vivido en Tandil durante su juventud.

En la novela, Ignacio Fuentes, el delegado municipal de origen peronista, es acusado de marxista por Suprino, el secretario general del peronismo local y por Guglielmini, el intendente. Para peor, el comisario Llanos (un símil Navarro) se pliega a la conjura y se lo advierte en la primera y memorable línea del libro: “Tenés infiltrados”. La excusa para sacar a Fuentes (que tiene buena relación con la JP) es acusar de “bolche” a Mateo, el empleado de la delegación. 

Entonces, Fuentes pasa a la acción: se atrinchera en la delegación para, literalmente, resistir a los tiros junto con Mateo, el agente de policía García, un placero y el borracho del pueblo, Juan. Se suma un fumigador, Cerviño, que tira DDT desde una avioneta. Cuando Fuentes le dice a Mateo de qué los acusan, el empleado lanza la frase más famosa de la novela y, acaso de toda la obra de Soriano, a la vez que una certera definición del peronismo como sentimiento: “¿Bolches? ¿Cómo bolches? Pero si yo siempre fui peronista… nunca me metí en política”.

Lo que arranca como un relato costumbrista muta en tragedia, con dos bandos que dirimen la interna a balazos y con cadáveres, y con las dos facciones peleando entre sí en nombre del mismo liderazgo, el de Perón. Los lectores de Italia, Francia y Polonia leyeron el libro a fines de los ’70 (mucho tuvo que ver la intermediación de Julio Cortázar, un fervoroso lector de la novela) hasta que Bruguera la publicó en España. Para 1980 llegó la tercera novela de Soriano, Cuarteles de invierno, también ambientada en Colonia Vela, pero bajo el férreo control de la dictadura. Los libros de Soriano comenzaron a circular en la Argentina de la dictadura en retirada, y fueron best-sellers. A fines de 1982, un director de cine leyó No habrá más penas ni olvido y vio que había una película.

La génesis de una película

Sin ser nunca peronista, Héctor Olivera había tenido una relación omnipresente con el peronismo por una cuestión generacional. En agosto pasado, en la Biblioteca Nacional, en una proyección de No habrá más penas ni olvido por sus cuarenta años, recordó el día de 1946 en que, siendo cadete del Liceo Militar, con 15 años y vestido de uniforme, respondió al timbre un domingo a la mañana. El visitante era un militar que al verlo le preguntó con tono marcial: “¿La señora de Álzaga?” Olivera se cuadró y respondió: “¡Segundo piso, mi general!” El militar sonrió y, con un tono mucho más amable, que desarmó a Olivera, dijo: “Gracias, m’hijo”. Era Juan Domingo Perón. “Comprendí a partir de ese momento que media Argentina se enamorara del carisma de este hombre”, reflexionó el cineasta. 

El peronismo apareció de manera velada en El Jefe (1958), su primera película con Fernando Ayala (con quien creó la productora Aries). Olivera produjo y Ayala dirigió la adaptación del cuento de David Viñas sobre las andanzas de un grupo de estafadores cautivados por el carisma de su líder, en una clara alegoría de Perón. En 1974, Olivera fue el director de La Patagonia rebelde, que pudo estrenar tres semanas antes de la muerte de Perón (según Osvaldo Bayer, autor del libro original, Perón autorizó el postergado estreno para hacerlo engranar al jefe del Ejército, Leandro Anaya, sobrino de uno de los masacradores, y con quien el Presidente había discutido fuerte), más exactamente al día siguiente del último discurso en Plaza de Mayo. La muerte del General hizo que cayera en la censura.

Para fines de la dictadura, Aries había encarado algunos proyectos como Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima de Adolfo Aristarain, y Plata dulce de Ayala, films críticos del régimen en descomposición. Adaptar la novela de Soriano encajaba en esa línea. OIivera contactó a Soriano y el escritor se encontró maravillado ante la posibilidad de que nada menos que el director de La Patagonia rebelde adaptara la novela. También se pusieron de acuerdo apenas Olivera sugirió el nombre de Roberto Cossa para el guión. El dramaturgo era un buen amigo de Soriano.

Imágenes potentes

La preproducción arrancó con dudas sobre la conveniencia de filmar la novela en ese momento, ante una apertura democrática que, para muchos, implicaba la casi segura vuelta del peronismo al gobierno. Olivera defendió el sentido de la oportunidad, y sostuvo que había que filmar y estrenar antes de las elecciones. Para él, no se justificaba esperar al vencedor de los comicios. Impuso su postura y eso fue lo que, a la luz de la victoria de Raúl Alfonsín, generó la idea de que el film había sido un vehículo para defenestrar al peronismo. No habrá más penas ni olvido llegó a los cines el 22 se septiembre de 1983, cuarenta días antes de las elecciones.

Héctor Olivera, director del film estrenado hace cuatro décadas. 

Algunas imágenes ayudaron a reforzar ese estereotipo. La más citada es la del cuadro con el célebre apotegma del primer peronismo, “Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”, que se ve atravesado por balazos disparados por peronistas contra otros peronistas. El guión se valió de otra clásica fórmula del General, aquella según la cual “primero está la Patria, después el movimiento y por último los hombres”. La dice el intendente sobre el final (no está en la novela), dirigida al secretario general, y con ánimo de endilgarle el desastre que ha ocurrido: “Acá tiene que haber un responsable, Suprino”, agrega, antes que la discusión se salde con el mismo resultado que en el libro, pero de manera distinta, más cinematográfica (en vez de un balazo, atropellando con una camioneta que había sido de Fuentes). 

No menos impresionante, en una película de grandes actuaciones, era la escena de dos matones de derecha que asesinan al aviador Cerviño, y que plasmó la locura del enfrentamiento. Sabiendo que lo van a matar, Cerviño dice: “Viva Perón”. El otro replica con la misma frase al disparar. Quien le da la orden a Norberto Díaz es Armando Capó, que diez años más tarde sería el Perón de Gatica, el Mono de Leonardo Favio, y que en la vida real militaba en el Partido Comunista

El microcosmos de Colonia Vela permitió al menos otras dos alusiones sobre la Argentina previa al golpe. Cuando se muestran las imágenes de quienes han muerto en los bandos en pugna, el primero que se ve es el placero Moyano, cuyo cuerpo está tapado por un mapa de la República Argentina. El mapa está tomado por las llamas, en un claro simbolismo. La segunda viene de boca del martillero Guzmán (un arribista a quien le recuerdan su pasado gorila y se justifica con un “Sí, pero después Perón se hizo democrático”). El verdulero Durán le comenta algo que minutos antes el intendente planteara como solución a lo sucedido: “Parece que viene el Ejército”. Guzmán, un representante de la alta buguesía del pueblo, contesta con rostro esperanzando: “¿El Ejército? Estamos salvados”. La paráfrasis remite, inequívocamente, a los decretos de aniquilamiento que el gobierno de Isabel Perón propició en 1975 y que condujeron al Estado terrorista y al acompañamiento civil.

El rodaje

Olivera tuvo a sus órdenes a un fenomenal ensamble de actores para una película sólida en sus interpretaciones: Federico Luppi (Fuentes), Rodolfo Ranni (Llanos), Lautaro Murúa (Guglielmini), Héctor Bidonde (Suprino), Miguel Ángel Solá (Juan), Ulises Dumont (Cerviño), Julio de Grazia (García), Víctor Laplace (Reinaldo) y José María López (Mateo). El reparto lo completaron Arturo Maly, Patricio Contreras, Raúl Rizzo, Fernando Iglesias “Tacholas” y Graciela Dufau.

El lugar de filmación fue Capitán Sarmiento, al norte de la provincia de Buenos Aires. A Olivera le llamó la atención que la novela no tuviera un sacerdote, una figura típica de un pueblo del interior. Para evitar esa suspicacia en el público, Cossa propuso no mostrar la iglesia del pueblo. Que estaba ubicada en la plaza principal, donde se filmó gran parte de la película.

Para poder representar los balazos de los tiroteos entre ambas facciones, la producción contó con dos armeros, suboficiales de la policía, que hicieron unos 800 disparos. En la secuencia en que la patota de derecha que dirige el personaje de Maly ataca a tiros la delegación, llegó una camioneta de la Policía Bonaerense. Olivera cortó y le explicó al subcomisario que bajó del vehículo lo que estaban filmando. “¿Son tiros de verdad?”, preguntó. Cuando le dijeron que sí, se fue y volvió a buscar una metralleta, con la que se puso a disposición del director para disparar.

En 2001, José Pablo Feinmann homenajeó a Olivera en PáginaI12 en un texto titulado “Nuestro burgués querido”. Allí recordó su aporte a la película: “En 1983 dibujé un torito. Fue así: mi mujer (la mina que me levanté en 1980) es la escenógrafa –junto con Emilio Basaldúa– del film No habrá más penas ni olvido, que dirige Olivera sobre la novela de Osvaldo Soriano (se refiere a María Julia Bertotto). Ustedes recordarán que –en esa peli– Ulises Dumont anda en un avioncito que se llama “Torito” y tiene dibujado un toro en el fuselaje. Bien, ese toro lo dibujé yo. Nadie lo sabe, ni siquiera Olivera lo sabe y Soriano se murió antes de que se lo contara, ya que demoré tanto en confesárselo que al final me quedé sin tiempo. Mi mujer me había dicho: “Necesito un dibujo para el toro del avión. ¿No querés hacerlo?”. Sabía lo que me pedía. Yo había estudiado dibujo de historietas de pibe y me las arreglo un poco con el lápiz. De modo que dibujé el torito, que es, en verdad, una copia del toro Ferdinando, un cartoon de Disney. Así las cosas, puedo decir hoy: el torito que está dibujado en el avión de Ulises en No habrá más penas… lo dibujé yo. No me disgustaría que se mencionara el hecho en mi epitafio”.

Osvaldo Soriano radiografío  al peronismo de los 70 en una de sus novelas más celebradas. 

Estreno, éxito y polémica

En agosto de 1983, la película ya estaba lista para estrenar, con las elecciones programadas para el 30 de octubre. El preestreno reunió a un buen número de concurrentes. Olivera recordaría que lo felicitaron, pero que también le dieron el pésame, porque se descontaba la victoria de Ítalo Luder. En los días siguientes al estreno, Luppi se cruzó con un dirigente sindical que le dijo que le había gustado el film, pero que su personaje era “un ejemplo de lo que no hay que hacer, tirando tiros todo el tiempo”.

El afiche de la película mostraba al personaje de Luppi sufriendo los golpes con manopla del personaje de Maly. “Ni peronista ni antiperonista: un doloroso testimonio de un pasado violento que no debe repetirse”, decía la frase publicitaria. En esos días, recordó Olivera en la reciente proyección en la Biblioteca Nacional, Hugo del Carril lo llamó molesto por el uso de su versión de la Marcha Peronista. La producción había consultado en Sadaic y pagado el canon correspondiente. 

El éxito vino acompañado de la película por el momento del estreno. Más aún: al día siguiente, el 23 de septiembre, el dictador Reynaldo Bignone dio a conocer la autoamnistía militar. Luder dijo que la medida era legalmente irreprochable (en rigor, si la desconocía borraba con el codo lo que había escrito en el decreto de 1975 como presidente provisional), al contrario de Raúl Alfonsín, que prometió su nulidad si llegaba a la presidencia

Carlos Ruckauf, candidato del PJ al Senado por la ciudad de Buenos Aires, tildó a No habrás ni olvido  de “película gorila” y criticó a Olivera por no filmar sobre los desaparecidos, cosa que haría en 1986 con La noche de los lápices. Al director le resultó llamativo que la crítica viniera de quien como ministro de Trabajo había rubricado el decreto de Luder.

También se dijo que los radicales habían financiado la película, lo cual era falso. De hecho, tres semanas antes del estreno de No habrá más penas ni olvido había llegado a los cines La República perdida, el documental de Miguel Pérez, de mirada filo-radical, que sí fue un vehículo de la campaña del alfonsinismo.

El 30 de octubre ganó Alfonsín, en lo que fue la primera derrota justicialista en una elección limpia. Ni el cajón quemado por Herminio Iglesias ni mucho menos la película de Olivera explican tanto la victoria radical como la frescura de la campaña radical frente a los mismos rostros de la debacle de 1975. Soriano había vuelto del exilio un mes antes del estreno (estuvo de paso en abril del ’83 para la Feria del Libro), con sus tres novelas al tope de las listas de libros más vendidos.

Soriano y Olivera junto con Osvaldo Bayer. 

Premio en Berlín

La reapertura democrática trajo una noticia para le película: fue seleccionada para competir en el Festival de Berlín de 1984. Fue el puntapié inicial para una seguidilla de éxitos del cine argentino en los grandes festivales durante los años ’80. Olivera viajó a Alemania Federal con Soriano y Luppi en febrero del ’84; una década antes le habían dado el Oso de Plata por La Patagonia rebelde. No habrá más penas ni olvido le valió el mismo premio. El de oro fue para Torrentes de amor de John Cassavetes. El jurado lo presidió Liv Ullmann, y tuvo entre sus integrantes a Mario Vargas Llosa y a la directora germano-argentina Jeanine Meerapfel. Casi al mismo tiempo, el gobierno de Alfonsín liquidó al Ente de Calificación Cinematográfica, lo que marcó el final de la censura de películas en el país. 

Ese mismo año, Lautaro Murúa, el intendente de No habrá más penas ni olvido, dirigió la adaptación de Cuarteles de invierno, en la que intervino Dumont, que había hecho del aviador Cerviño. No funcionó y tampoco fue del agrado de Soriano. La película de Olivera quedó como una de las mejores adaptaciones de una obra literaria argentina, que consigue trasladar a la pantalla la curva de un relato que comienza en el más puro costumbrismo y termina teñido de sangre.

 

En Soriano. Una historia, Ángel Berlanga define así a la novela: “No habrá más penas ni olvido es un clásico que retrata magistralmente los tironeos internos del peronismo en un momento clave de la historia argentina. Pero excede eso, porque despliega un abanico de intereses y conductas posibles del hombre de cara a la lealtad, el compañerismo, el prejuicio, el oportunismo, la valentía y la cobardía, la especulación, la hipocresía, la ambición. El dogmatismo. El absurdo, las pasiones y la lógica de matar y/o morir en nombre de algo que tiene un nombre que se interpreta distinto”



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