MILAGRO 6 puntos
Miracol; Rumania/ República Checa/ Letonia, 2021
Dirección y guion: Bogdan George Apetri.
Duración: 118 minutos.
Intérpretes: Ioana Bugarin, Emanuel Pârvu, Cezar Antal, Ovidiu Crișan, Valeriu Andriuță.
Estreno exclusivamente en salas de cine.
A pesar de vivir en Nueva York desde hace más de dos décadas, el rumano Bogdan George Apetri regresó al terruño para dirigir su ópera prima Periferic, que debutó en el Festival de Locarno en 2010. Su segundo largometraje, No identificado (2020), navegó las arduas aguas festivaleras de la pandemia, e inició una trilogía de películas sin conexión directa entre ellas, más allá de transcurrir en la ciudad de Piatra Neamț, lugar de nacimiento de Apetri. Un poco a la manera de la “Trilogía de los colores” o el Decálogo del polaco Krzysztof Kieslowski, los personajes de los films reaparecen con mayor o menor preponderancia en cada caso, aunque los relatos mantienen una total independencia de los otros. Milagro es el segundo de esos títulos (el tercero aún no se ha filmado) y es una de esas películas de las cuales escribir una reseña sin caer en el temido spoiler resulta por demás complejo.
Dividida en dos partes diáfanamente identificadas, Milagro comienza describiendo un día en la vida de una joven novicia de 19 años. Pero no se trata de cualquier día: con el mayor de los recelos y la ayuda de una compañera, Cristina sale sin permiso del monasterio en una misión desconocida. Hay un taxi esperándola en una calle secundaria, cuyo chofer parece realizar ese tipo de recorridos de manera recurrente. Apetri hace gala desde muy temprano de su fascinación por el plano extendido, sin cortes de montaje, ya sea en interiores opresivos, moviendo apenas la cámara en el intersticio entre dos personajes, o siguiendo a la protagonista en complejos y elegantes travellings exteriores. Cristina llega a destino poco después, aunque en el camino deba detenerse para sumar a un segundo pasajero (hay algo del cine iraní en esos diálogos de apariencia casual pero esenciales a la trama), y es en ese momento cuando el espectador cae rápidamente en la cuenta de las razones del “escape”, sin necesidad de mediar palabras.
Algo terrible ocurre en el camino de vuelta y Milagro regresa a una imagen similar a la que abrió el juego casi una hora antes: en el cuarto de Cristina, una vasija con agua en su interior. Pero quien está allí no es ella sino un agente de la policía. El detective Marius intenta identificar al responsable de un hecho delictivo y para ello necesita obtener información acerca de las actividades de la novicia. A poco de avanzar en la pesquisa, con un detenido en la comisaría, queda en evidencia que lo del investigador, más que un trabajo rutinario, es casi una obsesión. La sospecha está, y si faltan pruebas, habrá que “plantarlas”. Incluso un poco de violencia en el interrogatorio no está mal.
Es así como Milagro, lejos del típico relato detectivesco, comienza a erigirse como una reflexión ética en la cual las discusiones sobre pragmatismo y fe, entre el fin y los medios para obtenerlo, devienen en dialéctica y se convierte en el núcleo del relato. Los ecos de algunos capítulos del Decálogo de Kieslowski se hacen aún más fuertes a medida que la investigación de Marius adquiere la silueta de una cruzada personal con impronta justiciera. La doble secuencia de cierre, inquietante y enigmática, termina de cerrar un tercer acto no del todo satisfactorio, por razones que no conviene revelar aquí, aunque el viaje hacia esa instancia nunca deja de ser atrapante.