Está en el preciado álbum de imágenes que hacen a la cultura rock en la Argentina: estadios llenos, el Monumental de Núñez o el Unico de La Plata hasta la manija de cuerpos sudorosos -porque siempre es verano- y felices -porque siempre es rock-, el piso temblando, los brazos al viento, la sangre corriendo feliz por las venas. Y el grito. El rugido. Miles de voces entregadas.

¡¡¡Ooooh, vamo’ los Stooooones, los Stoooones, los Stoooones, vamo’ los Stoooones!!!

Debe pronuciarse estóóóóóns pero se entiende: cuando en 1992 Keith Richards en modo solista se enfrentó a una multitud enardecida en Vélez y entendió que era hora de bajar a la banda madre al culo del mundo, empezó a escribirse la leyenda, el romance de los Stones y la Argentina. Cada vez que Keef & Mick trajeron esa rara combinación de enorme, carísimo espectáculo de estadios y sucia música de bar desastrado, el país se convirtió en República Rolinga; no es aventurado suponer que de los 3,6 millones de conexiones en la transmisión YouTube del miércoles hubo varios miles desde aquí.

3,6 millones de conexiones para ver una charla no demasiado profunda con Jimmy Fallon (quien curiosamente fue despellejado al día siguiente por un informe de Rolling Stone, no la banda sino la revista, con múltiples testimonios de maltrato laboral): algo dice eso de la vigencia de los octogenarios, sacando su primer disco de material original en ¡18 años! Pero a quién le importa si las canciones de Hackney Diamonds son más o menos inspiradas, para qué meterse en juicios estéticos sobre el single “Angry”. A esta altura simplemente se agradece que Mick, Ronnie y Keith sigan estando, existiendo, siendo Stones. Con su estudiada pinta de millonarios disolutos, a pesar del nudito que produce esa imagen con un también diseñado hueco entre Jagger y Richards para Charlie Watts, el que se llevaba estruendosas ovaciones en River y La Plata. El tipo que una noche de hotel se hinchó las pelotas y le metió una trompada al cantante: “Yo no soy tu baterista, vos sos el cantante de mi banda”. Tampoco importa si la anécdota no es rigurosamente fiel, merece ser cierta.

Nos hace felices que todavía haya algo llamado The Rolling Stones dando vueltas por ahí. Resulta asombroso que parecieran viejos en 1995, cuando debutaron en Argentina con el Voodoo Lounge Tour y apenas habían pasado los 50 años. Hoy los Stones lucen bastante más arrugados, y a la luz de los eventos de los últimos tiempos en la Argentina puede decirse algo similar de nuestra democracia, acosada por sombras que meten terror. No es que en aquel 1995 fuera un dechado de tersura: Domingo Felipe Cavallo era el arquitecto de una convertibilidad que, gracias a la ficción del uno a uno y el pacto de Olivos, encaminaba la reelección de un Carlos Menem que ya lo había vendido todo: con su conocida astucia, el Presidente se fotografió con la banda, traje amarillo, casi un Stone más. Como ministro de Justicia, Rodolfo Barra disponía el traslado de lo que hoy es una cloaca de operaciones políticas y lawfare, los juzgados federales de Comodoro Py. Menem ya había repartido indultos en 1989 y 1990, y los organismos de DDHH tenían las puertas de la Rosada cerradas a cal y canto.

En la segunda visita, en abril de 1998, no hubo reunión con el Presidente, que se desvivía por la re-re pero la tenía bastante más complicada que en 1995. Unos meses antes, el rock argentino había preferido otra clase de foto, al producir un hecho artístico y militante necesario: en octubre de 1997, La Renga, Divididos, Attaque 77, León Gieco, Las Pelotas, Los Piojos, Todos Tus Muertos y más habían puesto el cuerpo en el estadio de Ferrocarril Oeste para conmemorar los 20 años de lucha de las Madres de Plaza de Mayo. ¡Ni un paso atrás! fue concierto y disco -relanzado por Página/12 en 1999 para contribuir al centro cultural de las Madres-, pero sobre todo un gesto potente de pertenencia, de saber qué camiseta ponerse en tiempos de desdén a las mujeres que tuvieron el coraje que le faltó a unos cuantos para enfrentarse a los genocidas.

En una semana en la que una candidata a vicepresidenta produjo un acto reivindicador de la dictadura en la Legislatura porteña, uno se pone a pensar si no es un buen momento para que los artistas argentinos vuelvan a ponerse la camiseta. Gritar otra vez Ni un paso atrás. Encender los candiles, que los brujos piensan en volver.

* * * * 

Hay una ola de negacionismo cerniéndose sobre un país que, más allá de los vaivenes, es tomado como modelo por su política de llevar a juicio a los responsables de crímenes atroces, terroristas de Estado. Sus raíces están en un mal quizá mayor, la efectividad de las fake news que, como se demostró en Brasil esta misma semana, finalmente se derrumban pero no sin antes causar el daño buscado. La era digital multiplicó la efectividad de las operetas, dibujó una realidad paralela que llevó a Lula da Silva y a Cristina Fernández de Kirchner -entre muchos otros- a enfrentar procesos espurios, aberraciones jurídicas. No es casual que esos dos referentes de la política latinoamericana del siglo XXI hayan sido objetivos de la persecuta: el fascismo que se creía en retirada volvió para cobrarse las afrentas de democracias que prestaron atención a los postergados, o que levantaron banderas de Memoria, Verdad, Justicia. Y goza de una salud alarmante.

Por eso, por la similitud del sistema, preocupa lo que viene sucediendo con otro músico-totem que en un par de meses llegará a la Argentina. La campaña alrededor de Roger Waters y su gira This Is Not a Drill recuerda -cuándo no- a una de tantas geniales invenciones de la dupla Capusotto-Saborido: en su programa de entrevistas Vas a decir lo que necesito que digas, el periodista Claudio Tepongo somete al músico David Van Troglio a interrogatorios plagados de falacias e invenciones. Y es todo risas hasta que se advierte que ciertos procesos están demasiado cerca de lo real.

El jueves, la DAIA y el Inadi convocaron a un desayuno-debate basado en una premisa falsa: el “antisemitismo en el entretenimiento” y la “apología del nazismo” en los conciertos del músico inglés. Hay que ser obtuso o malintencionado para señalar que el personaje Pink vestido al modo de las SS es una apología de los genocidas alemanes. Tanto The Wall como buena parte de la obra de Waters son una denuncia de los sistemas de opresión y exterminio, como lo era Charles Chaplin en El gran dictador o Mel Brooks en Los Productores. En tono amenazante, Jorge Knoblovits, presidente de la DAIA, afirmó que “espero que Roger Waters sepa que esto no lo tiene que hacer en Argentina, y espero que si lo hace sea sancionado. No solamente por la fiscalía que actuará de oficio, sino por el público, la prensa y toda la República Argentina”. Greta Pena, titular del Inadi, se sumó a la iniciativa: “En esta preocupación el Inadi acompaña a la DAIA para poder concientizar y prevenir todas las formas de antisemitismo.”

Sería esperable que esa “preocupación” se vehiculizara prestando atención a los millones de personas que escuchan a Roger Waters y a Pink Floyd desde hace años, y entendieron el mensaje en el sentido correcto: desde la edición de aquella obra en 1979, el público tiene muy claro que condena toda forma de violencia, intolerancia religiosa o política y totalitarismo. Incluso los genocidas argentinos, capaces de absurdos como prohibir el libro de ciencias La cuba electrolítica, lo entendieron sin problemas, al punto de censurar el disco y la película de Alan Parker. No se puede insultar la inteligencia de los directivos de la DAIA y del Inadi suponiendo que no comprenden una expresión artística de mensaje tan evidente. El Llamamiento Judío Argentino, por ejemplo, tampoco tiene problemas de comprensión: el viernes, un comunicado firmado por su presidente Marcelo Horestein definió la movida como “una operación maliciosa de la DAIA, expresión de los sectores de la derecha comunitaria local”.

Lo que lleva, claro, a preguntarse el por qué de tamaña malinterpretación, y la búsqueda de generar un clima de rechazo a la visita de Roger Waters. No hace falta escarbar demasiado. En una actitud coherente con su obra, el músico se ha expresado en contra de los abusos del Estado de Israel contra el pueblo palestino, una cuestión en la que expuso argumentos políticos, no religiosos ni mucho menos antisemitas. Waters no habla del judaísmo, sino de gobernantes que hacen uso excesivo de la fuerza y oprimen a un determinado grupo humano. No niega el accionar de los grupos terroristas contra el pueblo israelí ni la Shoah, así como en The Final Cut sacudió por igual a Leopoldo Fortunato Galtieri y a Margaret Thatcher por intentar prolongar sus regímenes haciendo un uso político de la guerra de Malvinas. El mismo Llamamiento Judío Argentino, al que sería absurdo acusar de antisemita, señala que la campaña se funda en “la prédica de Waters contra la ocupación colonial de Cisjordania, territorio de Palestina, y su condena a la represión que sufren sus habitantes”.

Se entiende que las opiniones de un artista resulten incómodas. Tergiversar su obra para que diga lo opuesto a lo que expresa, y llamar a que “toda la República Argentina” se embarque en el despropósito, parece otro show de Claudio Tepongo. Pero no causa ninguna gracia.



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