En la villa veraniega de Sanagasta, ubicada a 25 kilómetros de la ciudad de La Rioja, y en sintonía con lo que ocurre durante febrero en toda la cálida geografía provincial, la celebración de la Chaya desató la algarabía, el desenfreno y la comunión entre todos los riojanos que encuentran aquí motivos para festejar después de un año de penas y de esfuerzos.
Surgida de la tradición de los pueblos originarios y mezclada con la impronta de los conquistadores, con una pizca de la corriente evangelizadora y con el aporte final de los inmigrantes europeos de la época republicana, la Chaya sintetiza una leyenda de amor diaguita y el agradecimiento a la madre tierra por una nueva cosecha. Pasado y presente hacen que el origen agrario de esa celebración se mantiene vigente con el paso de los años.
Las chayas barriales y familiares heredan esa tradición y ponen en escena, con distintos matices amoldados a los nuevos tiempos, ese guión que incluye celebración con vino, albahaca y harina y que finaliza, en registro de tragedia, con la quema o el entierro del Pujllay, un muñeco de paja y tela que representa al príncipe enamorado que se emborracha y muere de amor ante el rechazo de la princesa Chaya.
La Salamanquera es uno de esos tantos encuentros que surgieron en un patio familiar y se fueron convirtiendo en fechas fijas cada año, convocando cada vez más amigos y conocidos
Jorge Hunicken, Bechi Juárez y Adriana Ferraris son algunos de los impulsores de esta chaya familiar que se realizó por primera vez en 2015 y que hoy recibe a artistas y chayeros de Sanagasta y de La Rioja, para ponerle voz y ritmo a las coplas, vidalas y chayas que entonan los corazones de los presentes.
Desde el tórrido mediodía riojano, el patio de La Salamanquera ya comienza a vestirse de fiesta: un equipo de sonido se monta en la galería, hábiles manos preparan empanadas y la tradicional cazuela de pollo, otros confeccionan el muñeco del Pujllay que ocupará el centro de la celebración.
Los más jóvenes de la familia tomaron la posta de la organización de esta chaya, bautizada con este nombre en referencia a la Salamanca, la cueva que en la creencia popular aloja a las brujas del pueblo. El grupo original de mujeres que dio origen a esta fiesta familiar formaba parte de una academia de danzas folklóricas, que con el nombre intentó un desagravio cósmico a las mujeres tildadas de brujas en esta sociedad.
Cuanto más aprieta el calor en la siesta dominguera comienzan a llegar los invitados, todos preparados para chayar: ropa cómoda, liviana y vieja, muchos con anteojos de sol, gorras o pañuelos en el pelo. La harina y el agua son parte del juego y por esto todos deben estar preparados para chayar.
El combo se completa con una conservadora por grupo, ya que la bebida – que no puede escasear- la pone cada uno de los invitados. Una bolsa de hielo, vino, cerveza, fernet, gaseosas o lo que cada uno elija tomar, deben colmar cada heladerita para poder aguantar hasta las últimas horas de la tarde.
Como forma de dar por comenzado el festejo, todos se unen al son de las cajas y los bombos, en ronda, para cantar viejas coplas y vidalas, entonando corazones y gargantas con el embrujo del carnaval. Y mientras los niños y grandes se divierten como nunca con la harina, agua, barro, espuma o lo que tengan a mano para chayar, se arma el improvisado escenario para los números artísticos invitados.
Juan Arabel, Nadia Larcher, Monchi Navarro, “Florcita” Flores, el Grupo Antigal y Belén Perea son de la partida, con un repertorio puro de folklore riojano y nacional. Aunque en muchas chayas barriales se incluyen ritmos populares como la cumbia o el cuarteto, en La Salamanquera sólo se interpreta folklore, y no por esto la alegría y la fiesta desentonan. No pueden faltar las canciones de los grandes como Pancho Cabral o José Jesús Oyola, íconos del cancionero popular riojano.
A medida que la tarde avanza el orden litúrgico ordena el momento del topamiento, donde hombres por un lado y mujeres por el otro se abrazan entre sí y se “topan” en el medio del patio para tirarse harina y agua en señal de juego y de fraternidad. Cuando arrecian las cajas y se entonan las vidalas tradicionales, llega el turno de la quema del Pujllay, el momento más emotivo de la celebración, donde grandes y chicos despiden al espíritu de la chaya que volverá a renacer en un año más.
El alcohol, el cansancio, el calor, le dan un halo de dulce tristeza a este momento culminante de la fiesta. El sol se puso ya detrás de los cercanos cerros que custodian la villa Sanagasta y es momento de marcharse. Los cuerpos enharinados y exhaustos emprenden el regreso a sus casas en la propia villa o hasta la ciudad capital. La chaya cumplió, en La Salamanquera, un nuevo capítulo de alegría, fiesta y tradición.