La Cumbre de Salud Mental Foto X
La Cumbre de Salud Mental. /Foto: X.

Por primera vez la cuestión de la salud mental está en la agenda pública: la comunidad en general empieza a hablar sobre un tema que hasta hace poco tiempo era tabú.

Es que el aumento de la cantidad y gravedad de las problemáticas desbordó los límites que el tabú impuso históricamente. Cabe preguntarse entonces a qué se debe ese crecimiento de las demandas por problemas de salud mental.

Recordemos que durante la pandemia se alertó por una futura “epidemia” de padecimientos, como consecuencia del supuesto traumatismo social que produciría la presencia amenazante de un nuevo virus y de la ruptura de la cotidianeidad, pero fundamentalmente del aislamiento social. Cabe preguntarse hoy si ese fue un pronóstico acertado o una profecía auto cumplida.

Lo que constituye un trauma no es tanto la presencia de un hecho disruptivo, sino el desamparo frente a ese hecho. Paradójicamente la cuarentena, que limitaba la socialización, expresaba una estrategia de cuidado colectivo. Y a la inversa, el ataque a esa estrategia no significó un llamado a la socialización sino al individualismo extremo: sálvese quien pueda.

Desde entonces asistimos al auge de discursos individualistas que, en nombre de la libertad, niegan la esencia social del ser humano, la consecuente naturalización de la violencia, la proyección de todos los males en un otro al que hay que aniquilar (“es ahora, es para siempre”), y un pesimismo permanente sobre el futuro que hace estragos en los más jóvenes. Este es el clima de época que da marco y contexto a las problemáticas de salud mental.

La comunidad se constituye a partir de la renuncia pulsional, que permite la convivencia a condición de que todos aceptemos cierta limitación a la satisfacción absoluta de todos nuestros impulsos. El llamado a una libertad absoluta que no tiene en cuenta al otro rompe el pacto constitutivo de la cultura, y eso no sólo conduce a una disolución social sino también a un empuje a goces desenfrenados que empiezan como cierto disfrute y continúan como padecimientos atroces, como lo muestran los consumos problemáticos. La cultura toda se sostiene en esas renuncias individuales que nos permiten ser parte de un colectivo, pero lamentablemente asistimos a una época donde, desde cierto lugar de autoridad, en lugar de sostenerse la ley y la convivencia se habilita a una libertad individual bajo la promesa de un paraíso que termina siendo más bien un infierno.

La proyección de todos los males en un otro, por su parte, no sólo justifica la violencia sobre él, sino que nos impide resolver los conflictos asumiendo nuestra parte en ellos.

El pesimismo, como tono dominante de las conversaciones públicas, deja a los jóvenes sin un horizonte donde construir sus proyectos vitales, y así quedan cada vez más en ese sinsentido al que son arrojados toda vez que la confianza en un futuro posible es condición de posibilidad de la construcción de proyectos vitales, sin los cuales no hay salud mental posible. Frente a ello se comprende el aumento de las autolesiones directas o los consumos como forma de búsqueda de goces efímeros y autodestructivos. Cuando no hay un futuro posible resulta infructuosa la construcción de proyectos vitales que le den un sentido a la vida.

De modo que estamos frente a un clima dominante que produce padecimientos crecientes, y quienes trabajamos en el campo de la salud mental estamos frente al desafío de no convertirnos, como dijo Julieta Calmels (Subsecretaria de Salud Mental de provincia de Buenos Aires) en el VII Encuentro Federal de Derechos Humanos, en “tecnócratas” del sufrimiento: tenemos que poder trabajar con la comunidad interpelando críticamente estos discursos.

Frente a esta mayor presión sobre servicios sanitarios desbordados aparecieron también cuestionamientos hacia la ley de salud mental, pretendiendo resolver la creciente demanda a través del retorno a respuestas tradicionales como el encierro permanente.

En la V Cumbre Mundial realizada la semana pasada en la ciudad de Buenos Aires, pudimos constatar una vez más que la política de desmanicomialización y el esfuerzo por dar respuestas más humanas e inclusivas a las personas usuarias de los servicios de salud mental no es un tema sólo de la Argentina, sino que existe un altísimo consenso a escala global en ese sentido.

Considerar a las personas con diagnóstico en salud mental como sujetos con capacidad de ejercer sus derechos, establecer que una vez superada la crisis las personas deben poder vivir en la comunidad y no en un manicomio, promover abordajes interdisciplinarios que atiendan la complejidad de la vida humana y permitir que cuando una situación lo amerita una persona pueda ser internada aún contra su voluntad, pero bajo un sistema de controles efectivos, es de una razonabilidad que difícilmente pueda ser objetada.

Sin embargo, hay una tendencia de algunos responsables políticos a desinformar sobre ésta ley para así ocultar las propias responsabilidades en la falta de políticas de salud mental.

Afortunadamente la provincia de Buenos Aires es un ejemplo de cómo el marco de la actual ley 26.657 no sólo permite devolver ciudadanía a personas injustamente abandonadas en instituciones psiquiátricas sino también mejorar el acceso en el sistema general de salud.

En este día de la salud mental cabe entonces proponer que nos involucremos frente a un problema del que somos parte.

Necesitamos construir una sociedad donde sea el deseo y no el miedo lo que nos una al otro, donde miremos el futuro con una positividad que habilite a los jóvenes a soñar y donde asumamos nuestra parte en los conflictos en lugar de proyectar masivamente la culpa en un otro al que eliminar.

Y también necesitamos entender que no es encerrando de por vida al que alguna vez padeció una crisis la respuesta adecuada que debe dar una comunidad frente al sufrimiento que ella misma genera.

* El Lic. Leonardo Gorbacz, psicólogo, director nacional en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y autor de la ley nacional de salud mental.

 

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  • Fuente Telam