El Pacto Social, promovido desde el Estado en 1973 a instancias del ministro José Ber Gelbard, logró la mayor distribución del ingreso de la segunda mitad del siglo XX. Al margen del contexto de crisis internacional que signó la época, su fracaso no fue técnico sino político: no pudo sobrevivir a la muerte de Perón. En su número de septiembre, que estará este domingo en los kioscos opcional con Página/12, Caras y Caretas trae a la actualidad esta alianza entre empresarios y trabajadores, cuya experiencia, hoy más que nunca, puede resultar inspiradora.
En su columna de opinión, María Seoane escribe: “Gelbard no fue solo un empresario. Eligió apostar al desarrollo del mercado interno, criticar la alta concentración de las riquezas y la inequidad, y defender un modelo de país industrializado sin exclusiones. No fue el poder del dinero lo que transformó a Gelbard en un protagonista singular y central de la política argentina, sino su proyecto político y económico de llevar al poder a la burguesía nacional, industrialista e independentista”.
Felipe Pigna, en tanto, recuerda que el proyecto económico ideado por Gelbard “respondía al ideario nacionalista del primer peronismo: una activa participación del Estado en la actividad económica mediante la nacionalización de los depósitos bancarios y del comercio exterior, la ley de promoción de industrias y el mantenimiento del monopolio estatal en sectores clave, como el transporte y la energía. Para concretar ese proyecto, Perón se planteó realizar dos acuerdos: en el plano político, con el principal partido de la oposición, la UCR, para poder sancionar las leyes en el parlamento; en el plano social, con los sectores de la burguesía nacional y las direcciones sindicales, retomando su vieja concepción de la alianza de clases. En ese contexto se firmó, el 8 de junio de 1973, el llamado Pacto Social, entre la Confederación General Económica (CGE) y la CGT. Acordaba un congelamiento de las tarifas de servicios públicos –luego de haber autorizado un aumento–, de precios de los productos esenciales de la canasta familiar, un aumento salarial del 25 por ciento (la CGT había reclamado un 160 por ciento) y la suspensión de las negociaciones colectivas por dos años. Obviamente, el principal garante fue la figura de Perón”.
Desde la nota de tapa, Hernán Brienza apunta: “Con el Pacto Social, el tercer gobierno peronista intentaba delinear un programa económico que tenía como punto fundamental recuperar a favor del trabajo la distribución de la riqueza, que durante los años de la proscripción del peronismo había registrado un descenso en la participación del ingreso nacional por parte de los asalariados del 50 por ciento en 1955 al 36 en 1972. El objetivo era llegar en cuatro años al célebre ‘fifty-fifty’, en 1977”.
Cecilia Vitto escribe sobre la tradición económica en que se inscribe el Pacto Social. Julián Blejmar hace un perfil de Gelbard y lo focaliza en su relación con la CGE. Silvia Simonassi analiza el papel del sindicalismo y se refiere especialmente al caso de Rosario.
Por su parte, María Estela Spinelli discurre sobre la interna del peronismo y la erosión del Pacto Social. Y Luciana Bertoia trabaja sobre la relación entre Montoneros y el gobierno en función de la evolución del acuerdo.
Néstor Restivo aborda el contexto internacional, especialmente la crisis del petróleo de 1973. Y Ricardo Ragendorfer aporta otra crónica negra, que esta vez tiene por protagonista a uno de los organizadores del Operativo Cóndor, aunque con una historia ocurrida en tiempos del Pacto Social.
El número se completa con entrevistas con Silvina Batakis (por Damián Fresolone), Marcelo Fernández y Carlos Leyba (por Demián Verduga), Pablo Garrido (por Adrián Melo) y Roberto Marquinez (por Olga Viglieca).
Un número imprescindible, con las ilustraciones y los diseños artesanales que caracterizan a Caras y Caretas desde su fundación a fines del siglo XIX hasta la modernidad del siglo XXI.