El viento sopla frío y el cielo está nublado en este mediodía de la Chacarita. Los cortejos se cruzan sin hacer ruido.

“Si lo desean, éste es el momento de la despedida”, se escucha bajito.

Silencio.

Nadie dice nada.

Silencio.

Y de pronto, entre las miradas de congoja, surge la voz potente de Beto Solas.

“Hoy es viernes. Y como todos los viernes en la radio, vamos a cantar. Así nos despedimos de Mario. A ver, ¡Luna Tucumana! Si no se la acuerdan, buscan la letra en el celular.”

Pero no hace falta el celular. Aquí está la familia de Mario Wainfeld, están las amigas y los amigos de Mario Wainfeld, las compañeras y los compañeros de militancia de tantos años de Mario Wainfeld. Y periodistas, muchos periodistas que trabajaron con Mario Wainfeld y lo quieren. o que no trabajaron con él y lo quieren y lo respetan.

“Yo no le canto a la luna/ porque alumbra nada más./ Le canto porque ella sabe/ de mi largo caminar./ Le canto porque ella sabe/ de mi largo caminar.”

Wainfeld hay uno solo pero aquí cada quien tiene su propio Wainfeld. Y en el arranque cada quien tiene su “Luna tucumana”. Con una marcación más arrastrada como la de Los Chalchaleros. O con el ritmo un poco más veloz que le imprimió Mercedes Sosa. No importa, porque Beto manda y porque todos van transformando las voces sueltas en un coro.

Lo peliagudo viene un poco después. Hay que meterle fuerza y afinar desde el primer verso porque si no todo se va al diablo. “Perdido en las cerrazones/ Quién sabe, viditay, por dónde andaré. / Mas cuando salga la luna/ cantaré, cantaré./ A mi Tucumán querido/ cantaré, cantaré, cantaré.”

Y todos miran al cielo con cara de asombro. Nadie dice nada, porque hay que terminar el himno, pero todos lo comentarán después: justo cuando le cantaban a la luna que saldría, lo que salió fue el sol. Y el sol, dirían sin metáfora, solo contando lo que de verdad pasó, justo iluminó el lugar donde estaba Mario.

“En algo nos parecemos/ luna de la soledad. / Yo voy andando y cantando / es mi modo de alumbrar. / Yo voy andando y cantando /es mi modo de alumbrar.”

Y de nuevo las cerrazones. Y de nuevo el cantaré final, ya bien fuerte, como un grito.

“Si alguien quiere hablar, si alguien quiere decir algo de despedida, éste es el momento”, vuelve la voz de antes.

Silencio.

Silencio hasta que Manuel Wainfeld, con sus rulos, se para en el centro del círculo formado alrededor de su viejo.

“Pensaba que esto que estamos haciendo se parece mucho a los cumpleaños de papá. Esos cumpleaños donde se juntaban 170 personas, con comida para dos mil, y todos también cantábamos. Papá hablaba, porque papá siempre hacía discursos en sus cumpleaños. Y me acuerdo de uno de esos discursos, cuando dijo que a él, a veces, le gustaba tomar distancia y mirar como de lejos la alegría de tanta gente. Y dijo que si tanta gente estaba contenta porque alguien cumplía años, el del cumpleaños debía ser un buen tipo. Y ahora estamos acá, despidiendo a papá, y pensaba que estamos todos juntos acá porque papá era un buen tipo.”

Se va el car negro.

Aplausos.

“¡Mario Wainfeld!”, grita alguien. Y el resto: “¡Presente!”. Ahora. Y siempre. Ahora. Y siempre. Ahora, y siempre. 

Aplausos.  



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