“… descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos,
que llevaban el placer de matar… en la masa de la sangre.”
Sigmund Freud, 1915
Este 27 de enero se cumplieron 79 años de la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo. En 2005, la ONU decretó la fecha como el Día Internacional por la Memoria de las Víctimas del Holocausto, ligándola a las matanzas que siguen sucediendo en el mundo. Valga la ocasión para reflexionar acerca de la masacre que se abate sobre Gaza luego del ataque perpetrado por Hamás.
En febrero de 2023 estuve en el Rabin Center de la Universidad de Tel Aviv, donde pude recorrer la historia del Estado de Israel junto con la biografía de quien fuera uno de los grandes edificadores del nuevo país, comandante en la Guerra de los Seis Días, dos veces primer ministro y Premio Nóbel de la Paz. Vi allí también reproducido el living que habitó Isaac Rabin en la noche fatal.
Dos años antes, Rabin y Yasser Arafat (su viejo enemigo) habían firmado los históricos acuerdos en Oslo, y con gran apoyo entre palestinos e israelíes continuaron la marcha para consolidar ese primer paso hacia la paz. Pero una oposición de derecha y ultraderecha israelí, impulsada por colonos judíos de Cisjordania y Gaza (nacionalistas ultraortodoxos) y por un nuevo liderazgo en el partido Likud, empezó a tomar fuerza en las calles. Las proclamas de odio fueron escalando: llegaron a exhibir al “traidor” disfrazado de Hitler y portaron ataúdes para cuando se cumpliera una de las consignas más estremecedoras: “¡Muerte a Rabin!”. El 4 de noviembre de 1995, el primer ministro dejó atrás la confortable sala de estar de su domicilio duplicada en el Rabin Center, y se encaminó a la Plaza de los Reyes en la explanada de la Municipalidad de Tel Aviv, para alentar a los convocados a no cejar en la lucha por la Paz.
Mario Vargas Llosa no pertenece a esa “izquierda mundial” tan denostada ahora por su sensibilidad con la parte palestina de los sufrientes. Las crónicas que escribió en 2005 y publicó en 2006 con el título Israel-Palestina: Paz o Guerra Santa, viniendo de un predicador contra todo lo que huela a “populismo” (y admirador de los logros del Estado de Israel), están respaldados por la seriedad un investigador honesto. El texto surge de cinco viajes a la región con entrevistas a un amplio espectro de protagonistas: familiares de terroristas suicidas musulmanes, judíos sobrevivientes de aquellos atentados, y líderes árabes y judíos tanto pacifistas como radicalizados.
Uno de los entrevistados, el colono judío ultraortodoxo Ezequiel Lifchitz, se declara sin tapujos a favor de matar a los árabes que no acepten ser empleados de los colonos, reflejando ese odio que hace décadas asola a la región. El Premio Nóbel peruano también recoge la palabra de Ilan Pappe, un historiador judío israelí que documentó en detalle la “limpieza étnica” ejecutada en 1948 por las fuerzas militares de Israel contra los palestinos, y relata cómo el giro copernicano de Ariel Sharon (un ex extremista nacionalista, primer ministro de ese momento) le generó su expulsión por “traidor” de su partido Likud.
Sharon sufrió también los furibundos ataques de Benjamín Netanyahu -quien había encabezado la violenta oposición al plan de paz de Rabin- por haber tomado una drástica medida de reconciliación: el retiro unilateral de los asentamientos ilegales judíos de Gaza.
Las crudas descripciones de Vargas Llosa desmienten de manera inequívoca cualquier pretensión de obviar el drama histórico que da marco a los tremendos hechos del 7 de octubre de 2023.
Pero volvamos a 1995. Terminado el evento de aquel 4 de noviembre, Rabin descendió por la parte posterior del escenario y a las 21.30, el joven colono judío ultranacionalista Ygal Amir logró acertarle tres tiros, uno de ellos en el corazón. Minutos antes, durante el acto, el primer ministro había entonado junto a los asistentes la Canción de la Paz (Shir Lashalom) y guardó una pequeña hoja con la letra de ese himno en un bolsillo interno de su saco. El trozo de papel, teñido con la sangre del crimen, se conserva aún en las vitrinas del Rabin Center. Una de las estrofas entonadas en la noche del magnicidio implora:
“A aquel cuya vela fue apagada,
y fue enterrado en el polvo,
el llanto amargo no lo despertará…
Así que sólo canta, una canción por la paz…”
La muerte de Rabin significó el principio del fin de los Acuerdos de Oslo; los palestinos, desilusionados, mermaron su confianza en el liderazgo de Arafat y la sombra del fundamentalismo se fue adueñando de la escena. El promotor del complot contra Rabin, jefe de gobierno casi de manera continua desde 1996 hasta hoy, acusado por múltiples casos de corrupción y abuso de poder, Benjamín Netanyahu (alias “Bibi”), promovió desde su mandato inicial el desencuentro progresivo entre israelíes y palestinos. Y así la prédica de Hamas se fue haciendo cada vez más popular en Gaza. En 2006, el grupo extremista islámico le ganó las elecciones en la Franja a los moderados de la Autoridad Palestina (heredera de Arafat) y en 2007, tras una guerra civil, quedó casi como la única conducción política del pequeño territorio.
Entonces Netanyahu tuvo el pretexto para evitar cualquier conversación hacia una “solución de dos Estados”, porque “no se puede hablar con terroristas”. El afianzamiento de Hamas de un lado -cuestionando el derecho a la existencia de Israel- y el auge de la extrema derecha judía del otro -negando todo derecho palestino a establecerse en su propio territorio- son el resultado de una política deliberada de “Bibi”. Sin la desesperada situación que se vive, el brutal y condenable terrorismo perpetrado el 7 de octubre jamás podría haber encontrado apoyo alguno entre los palestinos. No es con más venganza como terminará el círculo sinfín de la tragedia, sino volviendo al gesto que tuvieron los firmantes de Oslo por una solución de dos Estados.
La advertencia de Freud de 1915 sobre la pulsión criminal que nos habita a los humanos llama a sobreponerse a ella. No hay “tierra sin pueblo” para el pueblo sin tierra, hay un Otro que invoca a convivir. En su pacto fundacional de lo hebreo, el primer patriarca Abram es informado por Dios de que a su nombre se le agregará una “H” en el medio para particionarlo, y que todo israelita será circuncidado. Desde el Génesis mismo, lo judío va acompañado por un “corte”, tanto en el cuerpo (circuncisión) como en el nombre.
¿Qué podría haber entonces más “judío” (y freudiano) que reconocer la necesidad de “Partición” de lo que se pretende como propio, para que ese Otro tenga un lugar? ¿Qué más “judío” que defender la “Partición de Palestina” decretada por las Naciones Unidas en 1947?
Si hay en el Éxodo un “pueblo elegido”, tal elección no le fue dada a los hebreos para oprimir a otros pueblos con la fuerza militar, sino para traer al mundo el imperio de esa Ley del Desierto que indica: no todo es para mí.