Un tipo extraordinario, en el sentido literal, no hay tipos como él. Mario Wainfeld conjugaba en sí mismo a la “gente de a pie” y al “politólogo sueco”, y no eran imposturas ni caras opuestas, era genuinamente así, simultáneamente así. Tenía la sofisticación intelectual del que parece haberse “leído todo” (como escribió él mismo cuando falleció su amigo Horacio González) y, a la vez, la humildad y la calle del tipo de barrio, “Mario de Palermo”. Con esas herramientas pensó e hizo pensar, durante años, sobre la Argentina que le tocó vivir, con una mirada micro y macro a la vez, capaz de reflexionar sobre el presente pero enclavado en una historia larga. Si había un acto con movilización a la Plaza de Mayo, él miraba el escenario y también las caras de “los nadies”. Humildad y generosidad, sí, mucha, pero sobre todo empatía. Incluso con quienes estaba en desacuerdo: si discutía, discutía siempre con la mejor versión del contendiente. Cada texto que escribió reservaba un hallazgo e intentaba infundir una esperanza, con un lenguaje propio, inconfundible e inimitable, una mezcla tan particular, tan peculiar del habla coloquial, el ensayo sociológico y la jerga del que estudió Derecho. Cuando hablaba, en el amable titubeo de sus palabras se escuchaba cómo estaba pensando, cómo operaba la deslumbrante sala de máquinas de su cabeza. Sus lectores y sus oyentes lo sabrán. Tenía la querible desprolijidad del que no tiene tiempo para perder en minucias, y si siempre había una sonrisa latente en su boca, siempre le sacaba una sonrisa a su interlocutor: encontraba al humor a donde fuera, porque lo estaba buscando todo el tiempo.

Gracias por tanto, Mario querido, y perdón por estas líneas apuradas y tristes. Dejás la vara muy alta como periodista, mucho más todavía como persona. Haremos lo posible, pero no será fácil sin vos ahí. 

Un abrazo de gol, de River, por supuesto.



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