Cuatro presidentes de los Estados Unidos Unidos fueron asesinados a lo largo de la historia. El primero fue Abraham Lincoln en 1865. Le siguieron James Garfield en 1881 y William McKinley en 1901. El cuarto magnicidio se convirtió en uno de los hechos más relevantes del siglo XX, el 22 de noviembre de 1963. Sobre todo porque, a diferencia de los otros tres casos, todavía hay un manto de sospecha sobre la autoría del asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas.
El 35° Presidente
Electo en 1960, Kennedy fue el presidente más joven de la historia estadounidense (43 años), el primero nacido en el siglo XX y el primer católico. Hijo de una familia acaudalada, era héroe de la Segunda Guerra y senador por Massachusetts cuando se lanzó a la presidencia. Venció por escasos 100 mil votos al vicepresidente Richard Nixon en una elección con casi 69 millones de votantes. Su vice fue Lyndon Johnson, senador por Texas, líder de la bancada del Partido Demócrata en el Senado y exponente de su ala progresista.
Apenas asumió, Kennedy llevó adelante la invasión de Bahía de los Cochinos, organizada desde meses antes por la CIA. La operación para desalojar a Fidel Castro del poder en Cuba fracasó. Un año y medio más tarde, los militares sedientos de venganza por una acción que, consideraban, no había tenido apoyo definido de la Casa Blanca, quedaron desairados por el manejo de Kennedy en la crisis de los misiles. La diplomacia de JFK evitó que la crisis derivara en un conflicto armado.
En los meses previos al asesinato, Kennedy dio luz verde a la intervención militar en Vietnam y se entrometió en el debate por los derechos civiles, un tema espinoso en su relación con los estados sureños. En ese marco viajó a Dallas. Faltaba un año para las elecciones y se preocupaba por buscar apoyos para la reelección.
80 minutos que definieron la historia
Al mediodía de aquel 22 de noviembre, Kennedy se subió a un auto descapotable, acompañado por el gobernador de Texas, John Connally, y sus esposas. A las 12.30, el auto pasó por la Plaza Dealey. Sonaron disparos. Tres tiros impactaron en el pecho, la cabeza y la espalda del Presidente. Connally sufrió la fractura de una costilla, un pulmón perforado, una muñeca destrozada y una bala terminó alojada en una pierna.
La limusina enfiló hacia el Hospital Parkland, donde los médicos no pudieron hacer nada para salvar la vida de Kennedy. Minutos antes, una redada policial había inspeccionado el depósito de libros enfrente de donde había pasado el auto. Un policía identificó a un trabajador del lugar, que tenía botella de refresco en la mano. El operario tenía 24 años y se llamaba Lee Harvey Oswald.
Al cuarto de hora de la muerte de Kennedy, se denunció el asesinato de J. D. Tippit, un policía de Dallas. Mientras, en el sexto piso del depósito de libros era hallado un rifle, el arma del magnicidio. Cerca de las dos de la tarde, Oswald fue arrestado en un cine por el crimen de Tippit y al rato se convirtió en sospechoso de haber matado a Kennedy, cuya muerte se anunció diez minutos antes de la detención del presunto magnicida. Desde que sonaron los balazos contra la limusina y hasta que Oswald fue detenido, pasaron apenas 80 minutos.
El misterio crece
El cuerpor de JFK fue llevado a Washington en el Air Force One. A bordo del avión presidencial, Lyndon Johnson juró como nuevo presidente, acompañado por Jackeline Kennedy. La Primera Dama tenía puesto el traje con el que había estado junto a su marido y con manchas de sangre.
Kennedy tuvo su funeral de Estado el 25 de noviembre, día en que su hijo menor, John, cumplía tres años. La imagen del pequeño haciendo la venia ante el paso del féretro de su padre dio la vuelta al mundo. La noche anterior, ya encausado por el magnicidio, del que se había desentendido, Oswald fue sacado de una comisaría y, ante las cámaras de TV, lo asesinó Jack Ruby, un empresario de la noche. Ruby afirmó que así quería que la viuda de Kennedy no pasara por el trauma del juicio por el crimen. Murió en 1967 en prisión, desligado como Oswald por la Comisión Warren de haber sido parte de una conspiración.
Oswald, que había sido parte del cuerpo de Marines y desertor en la Unión Soviética, quedó como un asesino solitario y agente del comunismo. El 10 de abril de 1963, un general ultraconservador, Edwin Walker, que aspiraba a ser gobernador de Texas, había sufrido un atentado que cobraba relevancia tras lo ocurrido con Kennedy. El militar estaba en su casa cuando sonaron disparos de un rifle contra una ventana. Salió ileso y diría que el atacante había sido Oswald.
¿Quién mató a JFK?
El presidente Johnson formó una comisión, que estableció que Oswald había actuado solo. La comisión estuvo presidida por el titular de la Corte Suprema, Earl Warren, y para llegar a su conclusión debió descartar la hipótesis de un segundo tirador, lo cual fundamentaba la idea de una conspiración. En eso tuvo mucho que ver un asesor llamado Arlen Specter, que justificó siete heridas de Kennedy en base al recorrido zigzagueante de una sola bala. Fue lo que conoció como “la bala mágica”. Y como Oswald era el único acusado y estaba muerto, no hubo juicio. El veredicto final fue el de la comisión.
Mientras se sucedieron las teorías sobre los responsables de una conspiración: los soviéticos, Cuba, el complejo militar, e incluso la mafia (Robert Kennedy, hermano del presidente y ministro de Justicia, había encarado audiencias que fueron parte de la trama de El Padrino II). Para 1964, con el caso cerrado, Estados Unidos profundizó su intervención en Vietnam.
La investigación más avanzada, y que planteó la idea de una conspiración al más alto nivel, fue la del fiscal de Nueva Orleans, Jim Garrison. A fines de 1966, y en base a que Oswald había vivido en esa ciudad hasta meses antes de ir a Dallas, Garrison encausó a un piloto llamado Davie Ferrie, ex compañero del Ejército de Oswald. En febrero del años siguiente, Ferrie apareció muerto y se habló de un suicidio.
La pesquisa de Garrison lo llevó a Clay Shaw, un empresario de Nuevs Orleans. El fiscal lo identificó como el hombre que se hacía llamar Clay Bertrand, así mencionado en el informe de la Comisión Warren, y lo acuso de conspirar para el magnicidio. Shaw fue absuelto en un juicio en 1969. Murió cinco años más tarde y se supo que había tenido vínculos con la CIA.
En el juicio, Garrison desmontó la teoría de “la bala mágica” y mostró a los asistentes un documento impactante, que recién se vería por televisión en 1974: la filmación casera del asesinato, hecha por un hombre llamado Abraham Zapruder al paso de la comitiva presidencial. Apenas 33 segundos, analizados cuadro por cuadro, y que según Garrison eran prueba palmaria de seis disparos (uno de los cuales erró al auto presidencial) y que, por el ángulo, los balazos en el pecho y en la cabeza del Presidente no pudieron haber sido hechos desde el depósito de libros. Esto comprobaba la existencia de fuego cruzado y la explicación de las heridas de “la bala mágica”. En palabras de Garrison: “Si hubo disparos que no salieron del depósito de libros, tenemos un segundo tirador. Y si hubo un segundo tirador, entonces estamos ante una conspiración”.
En el cine
El cine sirvió para darle vigencia al asesinato. En 1973 se estrenó Executive Action, de David Miller, que abiertamente sostuvo la teoría de un complot a a nivel de la comunidad de inteligencia. El guión fue de Dalton Trumbo, que había estado en la lista negra. Protagonizado por Burt Lancaster, tuvo malas críticas y la cercanía con los hechos dificultó que hubiera distribuidores interesados en ponerla en circulación.
Seis años más tarde, llegó I como Ícaro, de Henri Verneuil, con Yves Montand como un fiscal que investiga un asesinato de un presidente en circunstancias muy similares a las de 22 de noviembre de 1963, con un lobo solitario que muere después del crimen. Lo que volvió memorable al film fue la escena en la que el fiscal observa un experimento en el que el presunto magnicida había participado, por el cual una persona hacía descargas eléctricas, cada vez de mayor voltaje, ante los errores de otro en un ejercicio mnemoténico. La fachada era ver la capacidad de memoria de uno, cuando en realidad, lo que se observaba era hasta dónde se era capaz de infligir dolor con las descargas (que estaban fraguadas), avaladas por un tercero que decía responsabilizarse. Era el experimento Milgram, de obediencia a la autoridad.
1991 fue el año de JFK de Oliver Stone, basada en la investigación de Garrison, con Kevin Costner como el fiscal. Sacudió de manera abierta al exponer la posibilidad del complot, algo en lo que Stone ahondó en JFK: Caso revisado, su documental de 2019. Toda una generación de estadounidenses se acercó al magnicidio a partir de 1991, en medio de las críticas de Jack Valenti, uno de los hombres fuertes de Hollywood como presidente de la Motion Picture Association of America (MPAA), que nuclea a los principales estudios. Valenti había sido colaborador de Johnson (se lo ve en la foto del juramento en el Air Force One el día del asesinato).
JFK tuvo un elenco de figuras por debajo de Kevin Costner, que hizo de Garrison (el propio Garrison, que murió poco después del estreno, aparece en un cameo en el rol de Warren). Entre ellas, Donald Sutherland. En una de las escenas más impresionantes del film, el fiscal viaja a Washington a reunirse con un misterioso señor X, personificado por Sutherland, que le explica el trasfondo de la Guerra Fría y la conveniencia del complejo militar en sacar del medio a Kennedy. “La gran pregunta es por qué. El quién y el cómo son para el público. 1) ¿Por qué mataron a Kennedy? 2) ¿Quién se beneficia? 3) ¿Quién tiene el poder para encubrirlo?”
Justamente, Sutherland fue el cerebro de Executive Action, la película del 73, que iba a producir y protagonizar. De hecho, se asesoró con expertos en la teoría de la conspiración para el guión, pero abandonó el proyecto al no conseguir financiamiento. Reapareció 18 años más tarde en la película más conocida sobre el crimen.
De Mailer a King
La vida Oswald fue el tema de un monumental trabajo de Norman Mailer. Oswald, un misterio americano, apareció en 1995 y cuenta la vida del presunto magnicida. Mailer es escéptico respecto de la idea del complot.
La tensión respecto de si hubo o una conspiración es el eje de 22/11/63 de Stephen King, que no solamente es tal vez la mejor ficción sobre el caso, sino una de las mejores novelas que giran sobre la idea del viaje en el tiempo. Un hombre encuentra un pasadizo que lo lleva a 1958 y debe pasar cinco años hasta llegar a la fecha del magnicidio y evitar la muerte de Kennedy. La pregunta que impregna la novela (una de las obras maestras de su autor) es si se puede evitar el crimen pero si Kennedy igualmente está expuesto a una gran conspiración.
Seis décadas después, las incógnitas perduran. Los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy en 1968 alimentaron las teorías sobre conjuras, en una década convulsionada, que arrancó con el crimen de Dallas y terminó en 1974 con la renuncia de Ricard Nixon por el escándalo Watergate. En el medio, el horror de la guerra en el Sudeste asiático.
“Esta bala es antigua”, inicia Jorge Luis Borges “In Memoriam J. F. K.”, texto de El Hacedor. Cierra así: “En el alba del tiempo fue la piedra que Caín lanzó contra Abel y será muchas cosas que hoy ni siquiera imaginamos y que podrán concluir con los hombres y con su prodigioso y frágil destino”.