Un gobierno progresista fracasado. Una deuda leonina impagable impuesta por potencias extranjeras al gobierno conservador precedente. Los sectores concentrados de la economía apoyando a un líder histriónico anticomunista. Una inflación imparable. La crisis de las mediaciones culturales producida por una transformación en las tecnologías de comunicación. La omnipresente guerra geopolítica de dos potencias mundiales. No estoy hablando de Argentina, es la Alemania previa a la asunción de Adolf Hitler como primer ministro en 1933.

Conocemos la historia. En 1919, las fuerzas progresistas del partido socialdemócrata alemán y la izquierda socialista formaron gobierno impulsando una serie de reformas que se plasmaron en una Constitución de vanguardia. Ese período de entreguerras se conoce como la República de Weimar. El acuerdo de Versalles le impuso a Alemania concesiones que condicionaron su economía dando lugar a una inflación imparable. Hitler, después del putsch de 1923, irrumpió en la escena política concitando importantes apoyos de la elite conservadora y los grandes grupos económicos, como los Krupp, que le temían al ascenso del comunismo. En el campo de la cultura, todo este periodo fue escenario de profundas modificaciones en el consumo artístico, producto del avance de las entonces nuevas tecnologías de la comunicación como el cine y la radio. En ese marco, dos potencias mundiales en ascenso (Estados Unidos y la Unión Soviética) marcaron todo este periodo hasta llegar a su máxima expresión en la Guerra Fría.

Desde entonces no han parado de escribirse libros que buscan la respuesta a una sola pregunta. ¿Por qué sucedió? Los frankfurtianos como Theodor Adorno o Max Horkheimer explican el proceso como consecuencia de la caída de la autoridad paterna producto del desempleo y la inflación después del crack del 29 y la búsqueda en un líder autoritario que compensara aquella seguridad perdida; el historiador Jeffrey Herf, en Tecnología, cultura y política en la República de Weimar y el Tercer Reich, interpretó, en la amalgama entre antiiluminismo nacionalista y fascinación tecnológica, la constitución de una cultura guerrera y expansionista; para otros la causa fue el manejo omnipotente de los medios de comunicación, en especial la radio, de Joseph Goebbels, quien hizo un uso político de la cultura de masas emergente. No es difícil pensar que las causas eran múltiples y que todo funcionó como un reloj en beneficio del infausto monstruo que llevó a Alemania al horror y a Europa a una de las guerras más cruentas de su historia.

Pero hay una diferencia con la Argentina, Milei no es fascista. Los neoreaccionarios son liberales, son anarcocapitalistas, aceleracionistas de derecha como Nick Land, el ideólogo de este movimiento que hoy vive su retiro en Japón (el verdadero pensador detrás de Steve Bannon), autor de una serie de ensayos, como La Ilustración oscura, que fulguraron en la primera década del siglo XXI. Son los creadores de la singularidad tecnológica. Su argumento es que hoy los consensos del Estado de Bienestar, es decir, lo que Marx llamaría la superestructura ideológica, atrasan el desarrollo de las fuerzas productivas. Y por eso, en esa lucha de clases, el mundo está ante una nueva crisis civilizatoria. ¿En dónde podemos verlo? En las diferencias abismales que las tecnologías están generando en el mundo del trabajo, no solo en cuanto a salarios (en especial el teletrabajo que se paga en dólares) sino también en las rutinas productivas: homeoffice, trabajo cognitivo, gestión deslocalizada. En la descomposición del Tercer Mundo en el que hay islotes de riqueza nunca jamás vista (Dubai, por ejemplo). En el fútbol, como espectáculo global, que mueve millones de dólares de una punta a la otra del planeta sorteando barreras de todo tipo.

En esta encrucijada, los sectores neoreaccionarios quieren aprovechar la crisis para dar otro zarpazo. Y es obvio como se mueven en las sombras (¿Macri?). Porque finamente contra este capitalismo financiero global desterritorializado lo único que lo puede enfrentar son naciones organizadas democráticamente con altos consensos en su interior articuladas con otras naciones del mismo tipo, que defiendan a sus poblaciones, que busquen la igualdad y el interés común de un planeta en riesgo de un cataclismo. Recientemente, el intelectual y exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera lo expresó con claridad en la conferencia que brindó en el Teatro Argentino de la Plata: el auge de los extremismos de derecha es la respuesta combinada de los sectores conservadores a la incertidumbre económica y de los sectores populares a la defraudación de los gobiernos progresistas.

Entonces, cabe la pregunta, ¿qué vamos a hacer para evitar que todo termine como puede terminar? La película de Quentin Tarantino Bastardos sin gloria plantea esta hipótesis, desafiándonos con la idea de que la historia no está escrita para siempre. ¿Podrían haber pasado otra cosa? El filósofo Walter Benjamin, contemporáneo de aquella república alemana idealizada, en un texto titulado Aviso de incendio, inesperadamente actual, dijo que pensar que el capitalismo concluiría inexorablemente en una revolución como la que imaginaba Marx era por lo pronto dudoso. En ese caso, aconsejó, sería mejor apagar la mecha antes de que todo estalle. ¿Podemos hacerlo o estamos atrapados en el juego de los prisioneros en el que movidos por el egoísmo terminan perjudicándose? Los que vivimos el 2001 podemos imaginarlo. Pero la maximización de las ganancias parciales de los protagonistas no siempre funciona. Resulta una paradoja, pero pareciera que la única alternativa es ceder. ¿Cómo lograrlo cuando parece que la consigna es yo o el caos? Si el inconsciente colectivo existe, la expresión de campaña de Patricia Bullrich ya es una confesión de parte: todo o nada. Del lado de la motosierra promueven la desaparición de la casta. Apagar el fuego con nafta no parece lo más prudente. La inteligencia de las fuerzas populares reside en este caso en reconocer los errores cometidos, rearticular un amplio campo popular democrático y tomar medidas redistributivas claras con horizonte de futuro. No es fácil, pero no hay otro camino.

* Luciano Sanguinetti es docente-investigador de la Universidad Nacional de La Plata.



Fuente-Página/12