La Argentina, lo mismo que buena parte del mundo, vive un clima de época que desprecia a las instituciones. Los triunfos electorales son entendidos como mandatos para que el gobernante circunstancial se sienta liberado de los límites propios del Estado de Derecho.
Quienes hacen observaciones sobre los procedimientos son desdeñados como fetichistas de las formas, o como personeros de los “poderes concentrados” o la “casta”, según el cuadrante ideológico que impere. Las modalidades son distintas, porque la historia nunca se repite de manera idéntica, pero este debilitamiento de la democracia liberal trae algunos ecos de la década del treinta del siglo pasado. Por eso, cobran nueva actualidad los pensadores que en aquel tiempo aportaron valiosas ideas para defender un orden jurídico racional y pluralista.
A fines del año pasado se presentó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires el libro “Kelsen y los fundamentos del derecho”, de Martín Farrell, profesor emérito de dicha universidad y uno de nuestros más destacados filósofos del derecho. La ocasión sirvió también para inaugurar el Centro de Estudios Hans Kelsen en el ámbito de la Facultad de Derecho, que será dirigido por Farrell.
Para el autor, Hans Kelsen fue el mayor jurista del siglo XX. La publicación de su libro y la inauguración de un centro de estudios que lleva el nombre del gran jurista vienés no pueden ser más oportunas. No es necesario compartir todos los aspectos de la teoría pura del derecho que Kelsen elaboró para comprender su enorme influencia.
El mismo Kelsen modificó algunos de ellos a lo largo del tiempo. Pero su figura excede largamente ese marco. Representa, por un lado, el rigor, la claridad, la precisión en el estudio de una disciplina, el derecho, que con frecuencia es oscurecida por brumas metafísicas o por la intromisión de otras áreas del conocimiento. Y encarna, sobre todo, el fundamento de la democracia liberal.
Redactor de la Constitución de Austria, fue durante la década del veinte juez del Tribunal Constitucional de ese país, hasta que debió renunciar por la presión de sectores reaccionarios. Aceptó entonces enseñar en la Universidad de Colonia, en Alemania. Tiempo después, recomendó a esa universidad la contratación de su gran contradictor, Carl Schmitt, con quien había mantenido una célebre polémica acerca de quién debía ser el guardián de la Constitución (para Kelsen, el Tribunal Constitucional; para Schmitt, el presidente). Schmitt le pagó apoyando su destitución una vez que llegó el nazismo al poder.
Liberal en materia filosófica, cercano a los socialdemócratas en política y judío, Kelsen no tenía lugar en el nuevo orden. Pudo huir de Alemania y, tras una estadía académica en Ginebra, fue incorporado a la Universidad de Berkeley en los Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte.
No volvió a Alemania después de la guerra. Algunos prominentes juristas, que habían vivido confortablemente durante el régimen de Hitler, fraguaron la infamia de que el positivismo de Kelsen (que es, por el contrario, la expresión de una concepción pluralista de la sociedad) había facilitado la llegada y la consolidación del nazismo, y se reconvirtieron como adalides de la democracia.
Hoy no padecemos los totalitarismos que asolaron al mundo en la década del ’30 del siglo pasado, pero los valores por los que Kelsen luchó mediante sus ideas y el compromiso de su vida están otra vez asediados. Las formas jurídicas, los procedimientos parlamentarios, son nuevamente impugnados como obstáculos que erigen las elites para dificultar las decisiones del pueblo, entendido como una unidad que se manifiesta a través de líderes providenciales. Ojalá que el Centro de Estudios Hans Kelsen contribuya desde el ámbito universitario a resistir el autoritarismo y la irracionalidad.
Osvaldo Pérez Sammartino es profesor de Derecho Constitucional (UBA/UDESA)