Los diccionarios temáticos son una de las tantas debilidades de los amantes de los libros. “Poseído por esta patología”, el ensayista y traductor italiano Antonio Castronuovo atesora ejemplares diversos en su biblioteca y contribuye al género con una versión particular: Diccionario del bibliómano, una colección de pequeñas historias, reflexiones y curiosidades alrededor del mundo de los libros que acaba de publicar Edhasa con traducción de Diego Bigongiari.

Diccionario del bibliómano
Antonio Castronuovo
Editorial EdhasaDiccionario del bibliómano
Antonio Castronuovo
Editorial Edhasa

Castronuovo (Acerenza, 1954) recuerda que el bibliómano ya se encuentra definido en la Enciclopledia de Diderot y D’Alembert (1751-1752) como “hombre poseído por el furor de los libros”, pero según sus investigaciones la especie puede remontarse más atrás en el tiempo: “No sé saciarme de libros”, escribió Francesco Petrarca en el siglo XIV, y Erasmo de Rotterdam cuenta en una carta de abril de 1500 que cuando tiene dinero primero compra libros y después comida y ropa.

El Diccionario del bibliómano se propone “ampliar el círculo de las potenciales patologías relacionadas con el amor por los libros” y “revelar el facetado cosmos de los morbos que afligen a quien ama los libros”. Castronuovo propone así tipologías que dan cuenta de particularidades: la monobibliofobia (repulsión a determinados libros), la bibliofagia (ingestión de libros) y la bibliotafia (práctica de sepultar libros) son algunas “enfermedades” descriptas con ironía, como en el caso del “bibliorompehuevos”, quien sería el falso bibliómano, engreído y pedante. La clasificación parece inagotable porque depende del lector: el arco es tan amplio que comprende desde Alberto Laiseca, que forraba sus libros con papel madera, hasta Augusto Pinochet, en quien “se acumularon las figuras contrapuestas del biblioclasta y del bibliófilo” como destructor y a la vez coleccionista de libros.

Pasiones en la feria del libro usado frente a Biblioteca Nacional.
Foto: Fernando de la OrdenPasiones en la feria del libro usado frente a Biblioteca Nacional.
Foto: Fernando de la Orden

Castronuovo expone que los libros tuvieron ocasionalmente los más diversos usos y no solo para enderezar una mesa coja, como afirma el saber popular: sirvieron como mantas, para calentarse los pies, para afilar una navaja (solo los libros encuadernados con piel, aclaró Mark Twain) y para adivinar el futuro, según el método de arrojar un libro al aire e interpretar como augurio la primera frase que apareciera a la vista. La bibliografía del Diccionario comprende tanto publicaciones antiguas como actuales, y entre estas son frecuentes las referencias a textos de Umberto Eco, Alberto Manguel y ediciones recientes del bibliógrafo inglés William Blades (1824-1890).

Adolfo Bioy Casares en el escritorio de su departamento de la calle Posadas
Foto: GERARDO OTTINOAdolfo Bioy Casares en el escritorio de su departamento de la calle Posadas
Foto: GERARDO OTTINO

“El bibliófilo posee a los libros, en cambio el bibliómano es poseído; el deseo insaciable de libros lo arroja a la angustia; a ellos se consagra y les dedica cada recurso terrenal y espiritual”, define Castronuovo. Preguntarle al bibliómano si leyó todos los libros de su colección resulta tan inevitable como fuera de lugar. La biblioteca privada supone “un instrumento de investigación, por lo cual los libros acumulados valen más que aquellos leídos”; en la misma línea, siguiendo a Eco, cualquier orden que se imponga será insuficiente para comprender el universo de los libros y anulará el misterio de la exploración y el hallazgo de lo inesperado.

El robo de libros es uno de los temas reiterados en el Diccionario del bibliómano y otra “patología”, la “bibliocleptomanía”. Castronuovo relata historias de ladrones notables como Guglielmo Libri (1803-1869, el apellido significa libros en italiano), a quien se atribuyó el robo de 40 mil volúmenes y 1800 manuscritos; Stephen Blumberg (1948), condenado a prisión por el robo de 20 mil libros raros y 10 mil manuscritos, valuados en 20 millones de dólares; y Stanislas Gosse (1971), saqueador de libros antiguos en un monasterio del norte francés que no obstante recibió el perdón de la Iglesia. El Diccionario también se refiere a escritores que confesaron haber robado libros (James Ellroy, Roberto Bolaño, Rodrigo Fresán) y disculpa ciertas formas del despojo al distinguir entre “el ladrón gentilhombre” y “el vulgar ladronzuelo”.

Umberto Eco, bibliómano en su biblioteca.
Foto: Cezaro De Luca Umberto Eco, bibliómano en su biblioteca.
Foto: Cezaro De Luca

El que colecciona libros debería estar aislado: “los verdaderos bibliófilos están casados con sus libros”. Castronuovo tiende a pensar que los bibliómanos son hombres; el tono de broma recorre sus consejos para que el hombre pruebe la tolerancia de la mujer a los libros durante el noviazgo o el matrimonio y también la afirmación de que las bibliómanas “son todas peligrosísimas”, pero el Diccionario tiene una entrada dedicada al machismo y los prejuicios sexistas sobre las mujeres no faltan en las fuentes consultadas.

El humanista Guillaume Budé pidió que no interrumpieran su lectura cuando le avisaron que su casa se incendiaba. Un condenado a la guillotina durante la Revolución Francesa siguió leyendo mientras lo llevaban al cadalso. Un bibliófilo pagó una fortuna por un libro raro y lo destruyó para que solo existiera el ejemplar que él poseía. El amor por los libros es extremo o no es nada, dice Antonio Castronuovo.



Fuente Clarin.com

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