“Yo espero un milagro“, dice, la voz angustiada, D. al otro lado del teléfono. Su marido, su compañero de toda la vida, G., duerme cerca. Hace diez días salió del hospital y desde entonces no mejora. Tiene 94 años. Tiene un cuerpo cansando. Tiene una compañera que espera un milagro.

Se conocieron como se conocían antes las parejas, en un club, y se casaron sin nada. Fueron a vivir a la casa de la familia de él, una planta baja profunda, que se proyecta hacia el corazón de una manzana en la última cuadra de la ciudad de Buenos Aires, a pasos de la avenida General Paz.
El joven matrimonio compartía la vivienda con el resto de la familia, suegra incluída. Todos los mitos en torno a la enemistad entre nueras y las madres de los maridos se marchitan aquí: D. fue una compañera respetuosa y una cuidadora llena de amor cuando la mujer, ya anciana, no podía valerse por sus propios medios.
“La bañaba, la peinaba y le daba la comida”, suele recordar y quien escucha se confunde: ¿Era la madre o la suegra?
En esos años, en esa casa, fueron naciendo las hijas y partiendo otros seres queridos. El padre de D. murió a los 54 años de un infarto después de descomponerse en el colectivo. Había almorzado justo antes en esta casa en la que ahora su hija lo recuerda.
Sesenta años juntos
“Yo espero un milagro –dice–. Son más de 60 años juntos, toda una vida”. La pareja de D. y G. es como muchas de su generación y como muy pocas. Se parecen en los rituales, en la confianza en la institución del matrimonio y en las maneras de compartir la vida en común, a veces con cariño y otras con protestas.
Se diferencian en el amor. A ella no le da pudor hablar de sentimientos, elogiarlo (incluso delante de él), reivindicar todo lo compartido. “Son más de 60 años juntos, toda una vida”, insiste.
G. dormita en la cama. No se recupera. Ella sabe que la vida termina y ruega que no esté sufriendo. No se imagina una vida sin él. No puede, dice.

El imaginario del amor romántico ha hecho estragos en miles de vidas, por nocivo, tóxico e irreal. Mientras, los amores reales son como este, el de D. y G., llenos de compañerismo, cuidado amoroso, chisporroteos y lealtad.
No son tan cinematográficos, hay que reconocerlo. No se han escrito novelas célebres. Y aunque el milagro no llegará, lo cierto es que realmente lo merecían.