Volvió a pasar, esta vez en una esquina de Avellaneda donde ella vuelve cada tanto. Y nada ni nadie podrá explicarle por qué ese hombre que revolvía el café con parsimonia en un bar de la avenida Mitre tenía la sonrisa, la mirada y las manos idénticas a las de su padre. Se quedó largos minutos mirándolo, como si la tarde hubiese quedado anclada en aquellos antiguos suelos de Barracas al Sud y en los gestos de ese anciano, repetidos como relámpagos en su memoria emotiva. O como si las manos de ese desconocido, grandes, generosas, tal vez tibias, la ayudasen -como antes- a cruzar la calle Palaá para ir a la escuela. O la llevasen a la cancha de Independiente, entre una multitud desbocada de hinchas, y ante cada gol de Bochini esas mismas manos le apretaran nuevamente sus mejillas como dos paréntesis, para luego coronarle la frente con un beso.

Hace un tiempo, otro relámpago del azar iluminó por unos instantes un par de baldosas ubicadas del otro lado del Riachuelo, en el barrio de Monserrat. Ocurrió frente a un quiosco de diarios, un día soleado de septiembre, a unas cuadras del Congreso de la Nación. Allí, parado dentro de un sobretodo gris, un hombre con una pequeña giba en su espalda la envolvió de pronto con un aroma familiar. No olía al Heno de Pravia de los pañuelos de su padre, ni a su crema de afeitar con fragancia a sándalo. En esas dos baldosas había olor a abrigo gastado, esos que suelen guardarse en el placard verano tras verano. Ese hombre, atrapado en primavera en sus ropas de invierno, tenía olor a abuelo: el aroma de su padre durante los últimos otoños de su vida.

La visión y la memoria olfativa de seres queridos que ya no están puede ser algo mucho más común de lo que se cree. No a la manera del Sexto Sentido de Shyamalan, sino a lo que Sigmund Freud llamó “psicosis delirante”: una alucinación provocada por el dolor de las ausencias, una especie de locura momentánea que nos lleva a ver el rostro, oír la voz u oler el aroma de nuestros afectos desaparecidos. El remedio para esto, según explicó Freud en su ensayo de 1917 Duelo y Melancolía, es cortar los lazos que nos unen al difunto y dejar que las visiones se vayan.

Estos “fantasmas”, sin embargo, pueden ser también amigos y protectores. En Un cuento de Navidad de Charles Dickens, los fantasmas de las Navidades presentes, pasadas y futuras ayudan a Ebenezer Scrooge a enmendar su mala conducta antes de que sea demasiado tarde. En Sexto sentido, el personaje de Bruce Willis ayuda a un niño a encontrar la paz.

A veces, reconforta pensar que los seres queridos fallecidos están ahí, cuidándonos. Y salimos a la calle con la emoción virgen de los viajeros que buscan inconscientemente algo secreto y alguna sorpresa en cada esquina del mundo. Una música que nos saque del tiempo o un perfume que nos lleve a mares lejanos y nos devuelva la mejor postal de la infancia.



Fuente Clarin.com

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