El conflicto que atraviesan hoy hospitales como el Garrahan y el Posadas no es un hecho aislado ni un problema coyuntural: es el síntoma más visible de una distorsión profunda en el sistema de formación médica.

Las residencias constituyen una de las bases estratégicas de las políticas de salud pública. Lejos de ser un simple eslabón laboral, este sistema está diseñado para que el profesional de la salud continúe una formación intensiva y rigurosa en su especialidad, desde contextos reales, integrando saber académico con experiencia práctica en el territorio, y formando perfiles de alta calidad técnica y humana.

Este modelo formativo, acotado en el tiempo y exigente en su propósito, se sustenta en la supervisión continua, el acompañamiento docente y el contacto directo con la complejidad de los problemas sanitarios de la población, articulando al residente con los equipos y estructuras del sistema de salud. Su finalidad es desarrollar competencias profesionales que no sólo respondan a las especialidades médicas, sino que fortalezcan la salud comunitaria y consoliden el derecho a la atención integral como valor público.

Pero este proceso formativo no puede prosperar en entornos distorsionados. La residencia debe desarrollarse en condiciones pedagógicas adecuadas, con un programa de formación explícito, donde el residente sea reconocido como un profesional en formación para especialista y no como un recurso de explotación funcional. Además, la especialización debe facilitar el acceso a la carrera sanitaria, sirviendo como antecedente legítimo de compromiso y mérito.

El sistema de residencias fue pensado como una escuela clínica al servicio de la salud colectiva, no como un parche institucional para cubrir carencias presupuestarias ni como una cantera de mano de obra desprotegida. Desnaturalizar ese propósito es atacar el corazón del sistema sanitario y desvalorizar así la calidad de atención que la sociedad tiene derecho a recibir.

Lo que alguna vez fue concebido como un espacio privilegiado de formación científica, hoy se encuentra viciado en su contenido pedagógico por una lógica de explotación laboral encubierta, donde los residentes son utilizados como vanguardia funcional del aparato sindical.

En este escenario aparece una figura conocida pero rara vez vinculada a la salud pública: el ñoqui. El ingreso de personal sin funciones reales —por razones políticas o clientelares— se ha naturalizado en muchas áreas del Estado. En el sistema de salud, esto implica no sólo un desvío de recursos, sino la consolidación de lo que podríamos llamar obesidad institucional: estructuras que “engordan” pero no funcionan, que consumen sin producir valor público; como muestra en forma inocultable la situación del Hospital Posadas.

Y la obesidad, se sabe, no se combate con motosierra. Requiere diagnóstico, conducción y políticas serias y sostenidas. Es decir, gobernanza, no sostener el espejismo sanitario como apariencia engañosa. Y aquí radica el núcleo del conflicto: mientras se precariza a quienes deberían estar en el centro de la formación médica, se sostiene un modelo de gestión opaco, que responde más a equilibrios de poder que a objetivos institucionales.

En definitiva, lo que se degrada no es solo una estructura de residencia, sino una concepción entera de la salud pública: aquella que concebía la medicina como una ciencia rigurosa, con vocación humanista y compromiso institucional, y no como una tabla de salvación improvisada para gestionar la decadencia.

Ignacio Katz es Doctor en Medicina (UBA)



Fuente Clarin.com

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