Mezcla del rechazo a los errores y abusos de los gobiernos pasados y de las esperanzas que genera el audaz manejo de las cuentas públicas del gobierno actual, se ha generado un peligroso clima favorable a aceptar profundas reformas de organismos del estado, sin poner en debate los servicios que se debilitarían o desaparecerían sin más.
Particularmente, cuando se trata de educación, ciencia y tecnología, sectores que requieren una profunda transformación, debemos tener claro que estamos actuando sobre la calidad de la sociedad que queremos ser y de la economía que le dará sustento.
Hay fundadas expectativas por las posibilidades de que inversiones importantes aplicadas a nuestros recursos naturales -de los cuales Vaca Muerta es un ejemplo-, nos pondrían en un camino de crecimiento. Sin embargo, ejemplos internacionales nos muestran que eso solamente ocurriría si aprovechamos esta oportunidad para diseñar un cambio cualitativo y sustancial del perfil productivo de nuestro país y en particular de su perfil exportador, hacia la producción de bienes y servicios con alto contenido de conocimiento propio agregado, porque, de lo contrario, al final del camino, cuando hayamos extraído aquellos recursos, quedaremos tan o más pobres de lo que somos hoy.
Países como Irlanda, Corea del Sur, Dinamarca, Australia, Finlandia, por ejemplo, que hace dos o tres décadas comprendieron la importancia del conocimiento aplicado a su economía, han desarrollado políticas de atracción de la inversión extranjera totalmente integrada a una política de crecimiento del país, en la cual la Investigación y el desarrollo han ido unidas a apoyar sus áreas más dinámicas. De esa manera unificaron la creación de empleo con la creación de conocimientos y de mayor riqueza global y competitividad internacional a sus productos.
En Argentina existe notable actividad científica y reconocidos investigadores en el país y en el exterior, y valiosos antecedentes históricos. Hemos hecho progresos muy destacables en tecnologías avanzadas como el enriquecimiento de uranio, la construcción de satélites, la clonación genética, la producción agropecuaria, la producción de software o las innovaciones en el sector metalúrgico que han permitido al país estar en la vanguardia en algunos procesos y competir internacionalmente en la provisión de equipos e instalaciones de alto valor agregado.
Estos hechos nos proporcionan un razonable sustento para una política de ciencia y tecnología, pero no logran convertir a Argentina en un país tecnológicamente competitivo. ¿Qué nos falta?: Un plan estratégico orientado a lograr un cambio cualitativo sustancial de su economía, basado en la calidad de la educación, del sistema de Ciencia y Tecnología, y en el desarrollo de una cultura de la innovación.
Para ese fin es posible y deseable la creación de un fondo específico para su financiamiento y sustentabilidad a partir de la rentabilidad circunstancial generada por la explotación (temporal) de nuestros recursos naturales. Para ello hay que identificar y apoyar a las áreas más dinámicas y competitivas e incentivar a las empresas multinacionales para la instalación de departamentos de I&D en el país y aumentar con incentivos la inversión en I&D del sector privado nativo acompañando la inversión estatal.
La capacidad competitiva de un país se mide por la inversión en investigación del sector privado. En el nuestro la relación entre la facturación de las empresas privadas y su inversión en I&D es 10 veces menor a la de los países de la OEDC.
Para un plan de esa naturaleza cobra total sentido un programa de reforma y mejora de la calidad de la educación y del sistema científico. ¿Habrá debate?
Susana Decibe es ex ministra de Educación, Ciencia y Tecnología