¿Qué diré de Jaime Dri ahora, que ya no voy a abrazarlo más? Uno de los pocos desaparecidos de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada que sobrevivió para acordarse. Para recordárnoslo.
Era un milagro tangible: había conservado su vida saliendo del cautiverio, del lugar donde a muchos los habían internado para siempre; aquellos senderos calcinados debían ser contados. Para que se supiera.
Nunca fue de empecinarse con el tema, pero siempre lo narró con determinación, si surgía. Los ojos se les agrisaban cuando por detrás se hacinaba la memoria, una soledad lamida por el sol ardiente del mediodía. Fantasmas que se lanzaban contra la rompiente y que luego eran arrastrados mar adentro, lejos de la línea de los farallones.
Lo recordaré, ¡claro que sí!, pero no a su modo, sino al mío: agarrándolo de los tobillos, ensordecido por sus vocales jubilosas, mirándole dar la espalda a toda pompa, frenético y eterno.
Lo del centro clandestino de exterminio lo sabe alguna gente. Tal vez menos, el coraje con el que envolvió su amor. Porque para amar, muchas veces, hay que tener coraje, como para ir a recoger un edelweiss hasta el borde del despeñadero.
Vivió en Panamá, donde hay dos horas menos que en Argentina. El amor que sentía por la tierra en donde había nacido era tal, que por años se despertó al alba, para leer la prensa rioplatense. Prefirió regalar sueño a perder puntualidad. Decía sobre esas noticias cosas tan bellas, incluso en su frustración y en su dolor, que oírlas era como entrar en un bosque de dátiles oscuros, frutas y manantiales de agua fresca.
¿Y el amor por los distintos, hacia los niños con autismo? Se acercaba a ellos con ductilidad quirúrgica, y ellos se le acercaban sin cautela. Los acariciaba, les hablaba, los resguardaba. No es un amor sencillo, porque exige la valentía de la sinceridad concienzuda y la paciencia de los sufrientes. Es importante hablar con honestidad cuando alrededor hay pendientes.
Allí andaba él con los niños, partes del viento. La aflicción y la alienación del mundo eran expulsadas por aquellos trancos mayores y menudos, imperturbables.
Jaime también fue valiente para amar su propia historia. La defendió a capa y espada, contra viento y marea, de cabo a rabo. Por momentos ella fue arbitraria, por momentos casquivana, u olvidadiza.
En una ocasión, un grupo de jóvenes argentinos le regaló un diploma que hablaba del mal que mandaba, de lo frágil que era la humanidad para enfrentarse a las cosas, y de la gratitud que sentían por cómo él había librado ambas batallas terrenales. Consideró aquella cortesía la mejor distinción que había recibido en su vida. Una clase especial de valentía sin jactancia.
¡Y cuanto coraje que consume amar la verdad! Esto es, le elección de vivir menos pero más hondo, la negativa a detener las ideas si llegaban a tiempo, el haber aprendido que en los sentimientos nunca se entra por la fuerza.
En algún sentido, se consideró un hombre pre-adánico, de los que habían expulsado a Dios del Paraíso. Pero decía que, con empeño, con dedicación, con inteligencia y con astucia reaparecería la bandera de la redención de los humildes.
¿Qué diré de Jaime Dri? Que vivió y murió como lo que fue, un valiente en la vida y en el amor. Ya nos volveremos a encontrar, tenaces.