“La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”, dice Borges en un mágico poema sobre el poder de evocación que la caída de la lluvia despierta. Con ritmos furiosos o lentos, como tromba y tormenta o garúa casi imperceptible, cambia los ritmos cerebrales y desordena el tiempo. Una lluvia nos trae la memoria de todas, la sed de la tierra y la sed de los cuerpos, la busca de refugio bajo el techo seguro, el silencio en un dormitorio a oscuras, interrumpido solo por el golpeteo de las gotas contra los vidrios.
El amor bajo la lluvia tiene buena prensa, literaria y audiovisual. Es Jo March, en Mujercitas, tomando la iniciativa, besando bajo el paraguas al profesor Bhaer, el hombre bueno y tímido que no se atreve a declarársele abiertamente. Es, también, el implacable tic tac del reloj que les indica a Lynette y a Tom Scavo, en Esposas desesperadas, el final de su matrimonio, porque llueve justo en la noche que han elegido para darse otra oportunidad, pero ya no hay deseo y ni siquiera el hechizo afrodisíaco que el cielo propicia puede devolvérselo a los que una vez se amaron.
La lluvia cae sobre Macondo “durante cuatro años, once meses y dos días”, en que “las máquinas más áridas echaban flores por entre los engranajes si no se les aceitaba cada tres días, y se oxidaban los hilos de los brocados y le nacían algas de azafrán a la ropa mojada. La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos”. Se suspende el fluir sucesivo de la vida, la cadena de tareas ordenadas y obligatorias, los seres retornan al estado de criaturas naturales, casi como antes de nacidos, flotantes en un sopor amniótico.
Los diluvios son un castigo divino, en el Antiguo Testamento y en los mitos precolombinos. Según versiones de la mitología mapuche, la gran serpiente Kai Kai, airada con los humanos que desprecian los dones del Creador, provoca un cataclismo que inunda la tierra. Pero Tren Tren, la serpiente rival, tiene la misión de protegerlos y aumenta la altura de los cerros hasta que las fuerzas se equilibran. Si las aguas destruyen, también su ira depura y regenera el mundo. Y con las lágrimas de Kuyén, la Luna misericordiosa, se han formado los lagos más bellos y brillantes.
Cuando la lluvia cae por fin en el verano porteño luego de varios días de asfalto hirviente, siempre parece una bendición más que un diluvio, aunque a veces realmente diluvie y la población inundada sufra los efectos. Los jardines del conurbano Oeste, donde vivo, respiran agradecidos, en las casas se abren de par en par las puertas y las ventanas y se apagan los aires. Un inverosímil vientito fresco, natural, sin motor, desplaza las pequeñas nubes interiores en el cielo de los dormitorios. Sabemos que es solo una tregua. En una o dos jornadas, tres, con suerte, la térmica volverá a rozar los cuarenta grados. Mientras tanto, la lluvia, que viene del pasado, llena el presente con un repicar de gozo.