Cada 24 de marzo se reabre el debate sobre el número de víctimas de la dictadura de 1976-1983. La discusión se origina en el hecho de que la naturaleza ilegal y clandestina de su programa represivo nos priva de un registro exhaustivo de la cantidad de vidas tronchadas por el terrorismo estatal. De allí que toda reconstrucción sea estimativa y, por tanto, también polémica.

“30.000 desaparecidos”: la cifra y la idea nacieron en el otoño de la dictadura. Como parte de su lucha, varios organismos de derechos humanos proclamaron que ése era el número de personas asesinadas por los hombres de armas. “Treinta mil” no resultó de una reconstrucción sistemática, imposible en ese contexto, marcado por la presencia amenazante de un Estado al margen de la ley. Nació como una consigna y un lugar de memoria, para llamar la atención sobre la matanza perpetrada por el régimen más sanguinario de la América del Sur. Sirvió para ponerle nombre al horror. Y, frente al silencio de la dictadura, también funcionó como emblema de un reclamo de reparación y justicia.

En 1984, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas propuso otra cifra: 8.961, entre muertos y desaparecidos. Este número se construyó sobre la base de denuncias y testimonios recogidos durante la elaboración del Nunca Más. La Conadep advirtió que era una lista abierta, pasible de ampliaciones y correcciones. Pero cuando, en 2007, en el Parque de la Memoria, se inauguró un monumento que recuerda a las víctimas del terrorismo de Estado, el listado no había sufrido grandes modificaciones.

No obstante, cada 24 de marzo renace la disputa por el número, amplificado por el tono beligerante de nuestra discusión pública. Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, la idea de “30.000 desaparecidos” volvió a ganar relieve de la mano de la estrecha alianza entre los principales organismos de derechos humanos y la Casa Rosada. Este retorno fue acompañado de una reivindicación de los protagonistas de la violencia insurreccional que a veces incluyó la idealización de la lucha armada.

Esa actitud partisana despertó respuestas igualmente partisanas. Al punto de que, unos años más tarde, desde las cumbres del Estado se vilipendió la idea de 30.000 desaparecidos y se habló de los “curros” asociados a la política de derechos humanos. Más recientemente asistimos a un igualmente condenable reclamo de “memoria completa” que reproduce, de manera invertida, los vicios que viene a criticar.

En este contexto, los ideales inicialmente asociados a la consigna “30.000 desaparecidos” quedaron lesionados. Lo que fue emblema de una valiente demanda de reparación y justicia se volvió instrumento de una lucha facciosa en la que confluyen figuras intachables con otras de antecedentes oscuros. Ya no evoca en plenitud nuestra mayor recaída en la barbarie. No extraña que parte de la ciudadanía de convicciones democráticas ha dejado de sentirla suya.

Este baldón de nuestra cultura cívica sugiere que ha llegado el momento de dejar de lado la estéril polémica en torno al número para ampliar la mirada y tomar conciencia más plena de que el cruel destino de los desaparecidos es sólo un aspecto, dramático pero parcial, del enorme daño que el régimen del terror le infligió a nuestra sociedad.

Para tomar distancia de una visión empobrecida de la problemática de la violación de los derechos humanos durante la dictadura que, centrada en la suerte de los activistas que la enfrentaron o en las personas que fueron sus víctimas más directas, ya sea para celebrarlos o para condenarlos, presta poca atención a las muchas otras violencias que golpearon a nuestro país.

Pues la dictadura no sólo mató a varios miles sino que oprimió los cuerpos y las mentes de los vivos, cercenando los derechos y las libertades de los que fueron obligados a reprimir su sexualidad, esconder sus preferencias estéticas o políticas, silenciar sus opiniones y acallar sus deseos.

Visto desde este ángulo, las víctimas no fueron ni 8.961 ni 30.000. Fueron muchos millones los que, aún sin percibirlo del todo, vieron sus vidas cotidianas y sus sueños degradados por el espíritu reaccionario y represivo de un gobierno que quiso convertir al país en una combinación de prisión y cuartel con jardín de infantes.

A medio siglo de distancia, cuando ya quedan pocos protagonistas de esos años pero también cuando el horizonte de la democracia se puebla de nubes oscuras y el ideal de una sociedad abierta, solidaria y tolerante está en entredicho, es bueno tener presente que un gobierno autoritario que se cree dueño de la verdad no sólo se ensaña con sus contradictores más abiertos.

También empobrece la vida de toda la comunidad, incluyendo la de aquellas personas que, aun prestándole voluntaria obediencia, a veces no son capaces de advertir cuánto les quita. Esta es una de las razones por las cuales siempre conviene recordar el 24 de marzo como una pesadilla que hemos dejado atrás pero también como una invitación a trabajar para que nunca más veamos un retroceso de la democracia y la libertad.



Fuente Clarin.com

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