El 5 de mayo de 1821 fallecía Napoleón en la Casa Longwood de Santa Elena. Después de Waterloo, había comprendido que su sueño europeo había concluido, y puso sus ojos en América, con ambiciones menos belicosas. A sus íntimos le confesó que deseaba dedicarse a la investigación científica.
Aunque le ofrecieron llevarlo clandestinamente a Estados Unidos, Napoleón esperó la autorización de los ingleses que, finalmente, lo encerraron en la lejana isla de Santa Elena.
No todos los británicos consideraban a Bonaparte un enemigo. Algunos, como el almirante Cochrane y el general Robert Wilson, eran sus admiradores y pensaban que era un desperdicio que una personas de su talento languideciera en medio del Atlántico.
Su hermano Joseph, el célebre “Pepe Botellas”, huyó a Estados Unidos con una fortuna que puso a disposición de los ex oficiales del Emperador para rescatarlo.
Así comienza una trama secreta de distintos personajes para convertir a Napoleón en monarca de algún territorio americano, como relata Emilio Ocampo en su libro “La última campaña del Emperador”.
En 1817, un ex coronel llamado Latapie fue apresado en Pernambuco –parte del Brasil que planeaba independizarse de Portugal– y confesó que había tomado contacto con los rebeldes para rescatar a Bonaparte. La noticia llegó a oídos de las autoridades británicas, que estaban al tanto de los rumores, pero era la primera vez que veían agentes trabajando tras ese fin.
Ese mismo año llegó a Buenos Aires el general Brayer, quien se puso a las órdenes de las autoridades porteñas. Fue destinado al Ejército de los Andes junto a otros oficiales franceses leales a Napoleón como Brandsen, Cramer, Beauchef y los hermanos Bruix (hijos del almirante francés derrotado en Trafalgar). Brayer era el más comprometido con el complot, detalle a tenerse en cuenta al analizar sus desencuentros con San Martín, al igual que los problemas con Thomas Cochrane, jefe de la Armada chilena.
Héroe de la marina británica, Cochrane estaba políticamente enfrentado al gobierno de Su Majestad y, como miembro del Parlamento, había terminado preso por una falsa acusación.
Cochrane planeó visitar a Napoleón en su viaje a Chile y hasta construyó una nave a vapor que bien podría haber servido para rescatar al ex emperador de su reclusión oceánica.
Otro de los proyectos contemplaba el uso de una nave corsaria bajo la bandera de Buenos Aires, que llevaría tropas reclutadas por Brayer y Lapatie hasta Santa Elena.
El general François Lallemand fue otro partícipe del complot. Perseguido por las autoridades francesas, viajó a Estados Unidos donde fundó en Alabama y Texas una colonia para excombatientes dispuestos para buscar a Napoleón y ungirlo rey de esas tierras.
Al morir el ex emperador, le dejó a Lallemand cien mil francos, que usó para pagar las deudas contraídas en esa aventura americana.
La historia tiene tramas secretas, una intimidad que permanece esquiva, encerrada en archivos que no siempre se abren, y que, cuando lo hacen, dejan flotando la duda: “¿qué hubiese sido si…?” La cara contrafáctica del relato convertida, a veces, en literatura.
Oscar Wilde decía que “el único deber que tenemos con la historia es reescribirla…”, y cada generación cumple con esa tarea a la luz de los nuevos acontecimientos. Ya lo decía Tucídides: “La historia es un incesante volver a empezar”. Probablemente porque la gran lección es que nadie aprende las lecciones que ella imparte.