Desde su nacimiento como nación independiente, Argentina resolvió funcionar dentro de un modelo republicano democrático cuyo fundamento es el principio de soberanía popular. No siempre lo logró, pero a partir de octubre de 1983 –hace ya cuarenta y dos años- alcanzó el acuerdo tácito necesario para consolidar el sistema.
El pueblo ejerce de manera directa su soberanía cuando decide quiénes lo gobernaran, facultad que incluye la capacidad esencial de cambiarlos por representantes de otro signo cuando finaliza su mandato. De ahí, la importancia de las elecciones como soporte jurídico y moral del poder, como fuente exclusiva de legitimidad.
Este año habrá elecciones de renovación parlamentaria, que los gobernantes presentarán como un plebiscito sobre su gestión. Tendremos veinticuatro elecciones en provincias y en CABA, que ni siquiera serán simultáneas. Cualquier sumatoria de carácter nacional será nada más que una aproximación que cada sector interpretará según su interés.
En política, las palabras se usan para convencer, pero también para simular y seducir. Basta recordar dos frases. Una: “Si les decía qué iba a hacer, no me votaban”. Otra: “No se fijen en lo que digo, sino en lo que hago”. Por eso, será útil todo aporte interpretativo que ayude a comprender las diferencias que separan a quienes compiten, pero también las coincidencias de ideas, intereses y métodos, así como las complicidades escondidas detrás de las palabras.
Las opiniones de encuestólogos y analistas prevén una competencia entre la ultraderecha que absorbe al PRO (los “conservadores cobardes”, como los llama Milei) y el kirchnerismo, sustentado por la figura ya ajada de Cristina y la renovación vacilante y temerosa que debería aportar Kicillof. En un planteo hipersimplificado, las expresiones – muy inciertas- de “derecha o izquierda”; “ajuste y equilibrio fiscal o déficit y Plan Platita”; “Trump y Bolsonaro o Lula” podrían sintetizar las versiones opuestas que dominarían el escenario electoral. Pero una mirada más desconfiada permitirá identificar los acuerdos expresos o implícitos pero permanentes, que vinculan desde el comienzo y de manera sólida a Milei con el Kirchnerismo.
La coincidencia fundamental consiste en que comparten una misma concepción del poder. Autoritaria, concentrada y extremadamente personalizada, ejercida con criterio arbitrario y no institucional, en el que la ley no es más que un obstáculo a superar.
Las facultades extraordinarias, los decretos de necesidad y urgencia, las prórrogas presupuestarias, son instrumentos que ambos siguen utilizando de manera habitual. Poseen una visión propietarista: se ven como dueños del Estado, no como ocupantes transitorios de una función constitucionalmente regulada, de duración predeterminada y capacidades limitadas.
Las adjudicaciones direccionadas en materia de obra pública, la paralización de los organismos de control, la reiterada modificación del destino de enormes partidas sin intervención parlamentaria y ahora el carry trade, la sospecha de manipulación en la licitación de la Hidrovía y el “criptogate” que, con previa intervención presidencial en carácter de partícipe necesario, permitió que un reducido grupo de allegados en cuatro horas se alzase con ochenta y siete millones de dólares, constituyen ejemplos concretos y reiterados de esta manera de interpretar el poder.
Por distintos caminos, ambos contribuyeron a demoler el concepto de justicia social. El mileísmo, porque dice que afecta la propiedad privada y la libertad de mercados. El kirchnerismo, porque lo archivó al convertir al Justicialismo en un populismo autoritario que utiliza la pobreza como cantera de voto cautivo. En cualquiera de los dos casos, el resultado será una sociedad fracturada por la desigualdad.
Ya antes de las elecciones de 2023, celebraron un pacto de impunidadd que beneficia básica pero no únicamente a Cristina. La candidatura de Lijo y el cambio de actitud de la Unidad de Información Financiera (UFI) demuestran la continuidad de ese pacto.
La polarización es una táctica electoral que les conviene a los dos. Ayudados por una oposición ausente, encierran al votante en una falsa opción, se potencian recíprocamente, profundizan la grieta, impiden acuerdos sobre políticas de estado y convierten el debate en un enfrentamiento infinito, dominado por la vulgaridad y la grosería.
En términos intelectuales y morales, las diferencias son menores. Corremos el riesgo que, en cualquiera de los dos casos, votemos lo mismo: poder concentrado, desigualdad, falta de control, arbitrariedad, impunidad y confrontación fingida y acordada. La solución no pasa por una tercera vía borrosa e inconsistente, sino por la construcción de una alternativa progresista moderna y abierta, que respete los fundamentos técnicos de la economía y al mismo tiempo, impulse el crecimiento y su distribución equitativa, orientada por políticas públicas que promuevan el equilibrio social.
El sistema político está deformado por la corrupción, que no es solo robar. Salvo excepciones, la oposición existe de manera nominal. Los “colaboracionistas” adoptaron una actitud pragmática y calculadora que encubre la pura defensa de sus intereses. La deslealtad y la falta de convicciones impedirán que la política recupere representatividad y vocación participativa.
Pese a todo, los argentinos queremos seguir viviendo en democracia. La cuestión consiste en llenar de contenido esa actitud positiva que no puede girar en el vacío ni depender de una difusa esperanza. El camino pasa por el estado de derecho, el crecimiento y el acceso al conocimiento abierto a todos, no apropiado por plutócratas tipo Elon Musk, que pretenden monopolizarlo para así decretar la agonía de la libertad.