Multitud de fieles chapotean en el lodo en un páramo de precarias construcciones en Payubré, Corrientes. Es que, al día de la muerte del Gauchito Gil, 8 de enero, se le da por tener diluvios desde hace años, salvo este. Más de 600.000 “promeseros” arriban a su santuario en la provincia de Corrientes, es algo que precisa un canal televisivo. Todo un número, pero ¿cómo llegan a esos 600.000? Años atrás ya se decía de 350.000 y así fue creciendo. Sin duda aglomeraciones de ferviente y pagana fe.

Foto. Juan Tausk
Su épica daba para el milagro allá por 1870 –leve pero significativo– pero nunca pudo ser santificado ni absorbido por la Iglesia Católica. No cómo lo fue con la venerada Virgen de Guadalupe en México o en las regiones de influencia incaica para amalgamarse con las creencias de los pueblos originarios y prevalecer.
El problema es que del Gauchito Gil “…dicen que San La Muerte / cuidaba de tu suerte…” según el chamamé del padre Julián Zini. El Malo también tiene su santuario por ahí nomás. Por ello cada año la iglesia de Mercedes recibe al desfile de cientos de impecables cabalgaduras, proviniendo de muchas provincias, para que se bendiga la cruz en que fue colgado de los pies y pasado a degüello por la milicia oficialista. Las imágenes de yeso del gaucho, más rojas que celestes, a veces con el oscuro Satanás a sus espaldas, las entran tapaditas y de contrabando, aspirando a recibir una blasfema bendición. Otros lo portan tatuado en la espalda, brazos o pecho. De hecho, una docena de puestos te lo tatúan donde quieras.
El resto de la infinidad de puestos dispuestos cual bazar turco, te llevan a extraviarte y, en la cumbre del jolgorio, comidas varias –algunas de dudosa condición y estado– elementos de culto, artesanías, miríada de Gauchitos de yeso pintado de diversa medida: desde minimalistas hasta XXXL, y hasta “tupperware” y juguetes de Taiwan. Imposible irse sin llevarse un souvenir, cuantimenos un recuerdo del Gauchito. “Anche” leves muchachas en la exaltación de la fiesta. Una tienda más oculta proveía condones. Cuentan que seducía a las paisanitas de la comarca y también a sus madres. Sin embargo no murió de celos resentidos sino por desertor de la milicia.

Foto: EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
Sí, es cosa seria el Gauchito milagrero. Pequeños santuarios con cintas y banderas rojas flameando con su figura de yeso paradita en su caseta colorada: abundan de a miles en todas las rutas del país. Se le dejan obsequios varios, al igual que en su consagrado Payubré. Al modo mexicano en el día de todos los muertos: cigarrillos, vino, comiditas, dinerillo, imágenes de niños a ser salvados. Desde 1970 se desplegó el fervor hacia él y se torna motivo de estudios que aspiran a eruditos: proliferan las narrativas orales, abundan chamamés y poesía y hasta el texto contractual estándar de las promesas recíprocas. Como para no equivocarse.
Sus fieles “promeseros” lo han invocado para que interceda ante Dios para temas de salud, trabajo, dinero y amor. ¿En ese orden? Hay que saber las prioridades. La trama de la negociación es similar a la de otras religiones y a las que propone la escuela de negocios de Harvard. Al comprometerse uno a hacer determinada cosa, entre ellas visitar su santuario, se lo obliga al Gauchito, mediante ese truco discursivo, a que él te cumpla tu pedido. El Gauchito, calladito y ya estamos liados para siempre. Aquellos a quienes les ha cumplido, abundan en el santuario, la estadística de fracaso no la tenemos. Pero cuántos más asisten, más se confirma su talento milagrero.

Foto. Juan Tausk
Pero, ¡guarda! Si no le cumplís al Gauchito, el milagro resultante de su intercesión en las alturas, se revierte. Cuántos me contaron con emoción y lágrimas, cómo les salvó el bebé en el parto, los nietos o hijos enfermos, lo más sagrado en la vida. Por eso, todos cumplen ¡Con eso no se jode!
He entrevistado y filmado a docenas de promeseros que asisten año tras año, con sus familias enteras, gente de campo y cosmopolitas, del sur y del norte, pues el Gauchito los salvó del infortunio y del dolor. Sus lágrimas guiadas por el milagro y la emoción, suenan creíbles y conmueven. Son la mayor parte de los asistentes.
Los de campo asisten ataviados con sus mejores pilchas gauchas –facón obligado- al tinglado de baile. Pasan los conjuntos de chamamé– cada uno tres canciones, no dan abasto- y comienza la fiesta. He observado atentamente, con la excusa de filmarlos, cómo se toman y desplazan el hombre y su mujer en la danza y cómo se miran– más de una querendona. Ahí con la cámara y el trípode –¿con quién iba a bailar?– pude ver cómo se trataban al bailar: con dureza, afecto, distancia, delicadeza o indiferencia. Cómo se apretaban, sonreían y hasta expresaban su ternura. Imaginé que así debía ser la relación en sus casas, en sus vidas y ¿por qué no? en la cama. Claro, una deducción no comprobada.

Foto: EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
Pero el conductor desde el leve escenario, anunciaba a cada rato, que si alguien encontró tal celular, pues parece que al grito de un ¡sapucay! pasaban de un bolsillo a otro. Pero ¡che!, ruega que al menos devuelvan el “chip”. Pero no. No eran sino pequeñas incursiones de los concurrentes al otro tinglado, como para no perder la costumbre. Cumbia villera, personajes de mil tatuajes hechos a mano en las celdas, como para pasar el rato y torvas miradas se reconocen en sus elaborados saludos de pandilleros: todos “tumberos”.
Ellos también prometen y comprometen al Gauchito y también se deben a San La muerte. Si el juez los suelta, luego de penar por sus bravos e impiadosos delitos, no van a dejar de asistir en su día. No sea cuestión que todo se vuelva atrás. Daban miedo, pero les gustaba ser filmados y fotografiados en banda, entre nubes de porro de baja calidad, petardos.

Había abundancia de policías y patrulleros de la provincia y de la ciudad de Mercedes, pero no se despegaban de la ruta. El resto les era vedado, sobre todo un campito lleno de puestos, carritos de comida, bebidas y “drinks”. Hasta una isla surrealista, poblada de cientos de enchufes para cargar los celulares. Pero ahí –de buena fuente– la autoridad era narco. Claro, con tantos viajantes desde los cuatro rincones del país. Ante el menor “quilombo” –vi y filmé un encontronazo bravo entre alcoholizados “menchos” a caballo (gauchos de Corrientes)– la “poli” ni bola, se encargaron ellos. Un par de tiros al aire y a otra cosa pajarito.
Sin embargo, todo transcurre amablemente, pues todos están embriagados de la sana algarabía y del estado de elación que trae el estar en este lugar, en que la tierra se intersecta con los cielos. Donde se unen en un límite inasible, lo cotidiano con lo infinito, el dolor con la piedad divina, lo concreto con lo “inefable”. Palabra tan bien usada por la poeta uruguaya Delmira Agustini, asesinada por su exmarido, muerto de celos.
Pareciera que los seres humanos nos beneficiamos en las experiencias de eternidad, de misterio y de fraterna congregación, que saben habitar las procesiones que cantan portando la imagen de la Virgen, las peregrinaciones a la Mecca (el hach) y la espiral alrededor de la Kaaba, o el rezar en el Kotel – el muro del templo de Jerusalem– y dejar un pequeño papel con un ruego en el intersticio de sus poderosas piedras. Siempre llegan, dicen los que saben.

Foto. Juan Tausk
Otros habitan en las promesas ardientes de las políticas que, no careciendo de líderes tan venerados como totalitarios, abundan de textos sagrados, rituales paganos y la esperanza en la llegada de su era mesiánica: la de ellos, que nunca nos toca.
Es que hay tantas maneras de tocar el cielo con las manos o que el cielo descienda y te abrace, que quizás la gesta del Gauchito Gil sea de las más inocentes, alegres, sin duda inocua. Sus promeseros se reconocen en las rutas del país con cintas rojas y calcomanías en los parabrisas y se saludan con un toque de claxon, de corazón.
Ahora que ya sabés, el Gauchito te cumple pero, primero cumplí vos con tus compromisos con la vida.