Fechas fatídicas: 6 de septiembre; 4 de junio; 16 de junio y 16 de septiembre; 29 de marzo; 28 de junio y 24 de marzo, siempre otoño o invierno… ¿mal augurio? En seis oportunidades golpes de Estado derrocaron a los gobiernos legítimos de Hipólito Yrigoyen, Ramón Castillo, Juan Perón, Arturo Frondizi, Arturo Illia y María Estela Martínez.
Años fatídicos: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976 y pocos antecedentes, como en el ‘55, en el que se recurrió a bárbaras formas represivas. La sucesión de golpes arroja que, en poco más de cinco décadas el país fue gobernado de facto por más de veinte años. (Cabe agregar que otros dos generales –Justo y Perón–, herederos de sendos golpes, fueron luego electos, ejerciendo el poder durante otros quince años).
Apellidos fatídicos: los de Uriburu (José F.); los tríos Rawson-Ramírez-Farrell; Lonardi-Aramburu-Rojas y Onganía-Levingston-Lanusse, y la saga que, tras los cinco años de Videla-Massera-Agosti, completaron Viola, Galtieri y Bignone.
Esas rupturas del orden constitucional han dejado huellas indelebles en nuestra historia y nutren nuestra memoria colectiva. La idea de “poner orden” autopostulando a las Fuerzas Armadas como “defensoras de la nación”, e identidad del “ser nacional” fue nutrida con versiones nacionalistas –en el clima de entreguerras, de fascismo, nazismo y franquismo– y con otros golpistas que optaron por manifiestos liberales pero cuyos ministros de Economía exhibieron convicciones muy cercanas a la nueva potencia hegemónica (dos veces, Krieger Vasena, Martínez de Hoz, Alsogaray, Dagnino Pastore y Alemann y, tres, Wehbe).
Más allá de sus perfiles propios las dictaduras coinciden en tres rasgos esenciales. En primer lugar, son destituyentes: desprecian la democracia, prescinden de los representantes políticos y sindicales –aunque a veces actuaron en connivencia–, rechazan el debate público y son enemigas de la libre circulación de la prensa oral o escrita a la que aplican diversas formas de censura.
En segundo término, anulan la esencia republicana de la división de poderes, generando una justicia adicta y obediente y gobiernan bajo diversos mecanismos de control de la ciudadanía, como la suspensión de garantías, el estado de sitio o la proscripción lisa y llana, interviniendo, a modo unitario, las gobernaciones.
Los golpistas se aseguraron de defender la impunidad de sus actos trasgresores logrando, en algunos casos, que algunos trágicos episodios tardaran décadas en tomar debido estado público o el juicio de sus responsables. Por último, el cierre de las legislaturas impide el normal debate para la confección y sanción de leyes reemplazándolas por decretos-leyes que, en muchos casos, continuaron en vigencia al restablecerse la democracia.
De modo que pensar que la caída de una dictadura pone fin a sus males porque abandonó el poder no solo es falso desde lo fáctico sino que no considera un elemento clave: la herida de muerte y sangría en la cultura social, la marca que el temor deja en ese sitio tan difícil de identificar como es el inconsciente colectivo.
Sin embargo, ninguno de los casos previos –excepto el criminal bombardeo en Plaza de Mayo– es comparable –más allá de esos rasgos comunes– con la dictadura de 1976-1983, que el año próximo cumplirá medio siglo.
En aquella madrugada del 24 de marzo de triste memoria las Fuerzas Armadas raptaron a la presidenta de la nación –inepta y cobijadora de la Triple A, pero en legítimo ejercicio– y convirtieron el país en una desolación sostenida por la persecución, el apresamiento sin juicio, el exilio forzado y la tortura, muerte y/o desaparición de miles de sus habitantes y hasta el masivo robo de recién nacidos y niños de corta edad. “El silencio es salud”: la huella de aquella dictadura feroz está presente aún en nuestra vida cotidiana, tanto en quienes la vivimos con intensidad como de nuestros hijos y nietos que recibieron el desasosiego como herencia social.
Las nuevas generaciones se educaron bajo un régimen político que, con todas sus enormes falencias y el repetido desprecio de sus representantes por los mejores valores sociales, es “democrático”: asegura a la ciudadanía el derecho al voto para decidir quiénes deben gobernar, y reemplazarlos si no los satisface.
De hecho –guste o no el resultado–, lo cierto es que desde 1983 –por imperio del sufragio– han gobernado el país casi todas las tendencias y expresiones políticas, desde la llamada centroizquierda socialdemócrata o populista al actual gobierno de extrema derecha, pasando por variadas estaciones intermedias. Ninguno conformó lo suficiente y la resultante es la desconfianza, el escepticismo y una profunda sensación de incertidumbre que prevalece en la sociedad.
El gobierno actual transita reiteradamente los límites de la democracia republicana en múltiples aspectos y es por ello merecedor de la crítica; pero es un grave error, y mueve a confusión, identificar a un gobierno con plena legitimidad de origen con quienes ocuparon el poder ilegítimamente, banalizando la “dictadura de los desaparecidos”, de la que se registran muy pocos casos comparables en el mundo contemporáneo.
La ciudadanía está alerta en la defensa de los derechos conquistados con sangre y mucho dolor y se moviliza por ellos. Las falsas analogías, sin embargo, pueden llevar esa justa causa a un callejón sin salida, si no se sabe distinguir entre regímenes políticos absolutamente distintos en su carácter y naturaleza. Para todos –antes y ahora– está claro que los argentinos ya hemos dicho un genérico y, también, específico “¡Nunca más!”.
Ricardo de Titto es historiador.