Aquellos que consideran a los gatos una mascota, abandonen la lectura. Aquellos que los consideren animales, no pierdan el tiempo leyendo lo que ofenderá su sentido común. Los que anhelan comprender el misterio de los gatos, abandonen toda esperanza. Solo hablaremos de gatos, ya saben, esos gatos.
Todo el que ha tenido un gato en su vida, cualquiera que los haya tenido, y cualquier gato que haya sido, tarde o temprano los han mirado y no han entendido lo que veían. Algo los separaba de lo visto. Y lo visto no era el misterio, o la irremediable ajenidad que todo ser humano tiene con la creación. Era el gato, estúpido.
Hablo, claro, del gato doméstico. Del gato común, o de raza, del que vive con los hombres y se supone hace siglos domesticamos. Miren esto: a veces, pocas pero memorables, nos cruzamos en la vida con otros felinos. Más salvajes, peligrosos. Lo que más nos asusta de ellos no es la ferocidad sino que, aunque sea como una reminiscencia, como una nube que se interpone en nuestra mirada, parecen gatos. Y cuando miramos a nuestros gatos domésticos, aún aquel que dejamos que duerma en la cuna de nuestro hijo, también en algún momento una nube pasa, una sombra, y es un felino a secas, sin atisbo alguno de domesticidad, ternura o piedad.
Del mismo modo, cualquiera ha sentido que se ha comunicado de una manera profunda, única, con el gato al que cree su mascota. Con su ronroneo, con su modo sagaz de comprender nuestro estado de ánimo, con esa manera de adelantarse con gracia a nuestras ganas de jugar. Sin embargo, es el mismo gato el que nos ignora, el que nos mira como si fuéramos transparentes, o apenas un accidente en su territorio. Y desconfiamos del modo en que se restriega en nuestros pantalones, porque solo lo hace por la comida. ¿Cuál es nuestro gato?
Hay una pista. Y no está en la supuesta divinidad egipcia, ni en su condición de alienígena. Mucho menos en que posea almas ajenas o demonios. Pero hay una pista. Un famoso poema, El bautismo de los gatos, de T. S. Eliot nos la brinda. Resumo de memoria: Eliot afirma que los gatos tienen al menos tres nombres. Uno, el que impone la familia que lo tiene. Puede ser un nombre vulgar, jocoso, sensato. Otro, uno particular, al que sólo él responde. Y por último, su nombre secreto, que sólo él conoce y que nadie jamás podrá adivinar, ni utilizar para nombrarlo. Y dice que cuando vemos un gato en profunda meditación es que está absorto en la contemplación de su nombre, “en su profundo, inescrutable / nombre singular”.
Ésta es la pista que nos ha dejado un poeta, alguien, además, que se sabe ha traficado con gatos, ha convivido con ellos, se ha comunicado. Un gato contemplando el misterio de su propio nombre es la indicación más cercana que podemos dar del fenómeno que nos atraviesa cuando tenemos el privilegio de mirar un gato. Ojalá nos señale algo.