Hace unos meses, con inocencia, publiqué acá que hubo un tiempo en el que mi esposa y yo compartíamos bibliotecas. Pero que un día comenzó a desarrollar su “biblioteca propia”, con libros escritos principalmente por mujeres. Abundé en la subrepticia lectura de esos libros, que me trajeron la alegría de toparme con autoras que no habría buscado ni encontrado de otro modo. Un tesoro que se multiplicaba por la costumbre de mi esposa de subrayar y comentar sus lecturas, lo que me permitía, si se puede decir así, leer a dos voces. Desde mi punto de vista, pura ganancia.
Jamás debí hablar de las bibliotecas partidas. De un modo insidioso comenzaron a lloverme críticas. De distinta índole, y hasta distinto género. Unos decían que tener en un hogar una sola biblioteca es sinónimo inequívoco de patriarcado. O que un varón que se precie no puede permitir a su esposa desarrollar una biblioteca autónoma, bajo pena de convertirse en comparsa de feministas irredentas. Que una biblioteca familiar debe distinguirse por tener los libros juntos, pero no revueltos, y mucho menos separados. O que no se debe confundir la bibliotecología con el bibliotinaje, cualquier cosa que eso quiera significar.
Así que me puse a estudiar el tema. O para decirlo de un modo menos eufemístico, me puse a meter las narices en bibliotecas ajenas. Algunas recientes, otras añejas, pero todas de parejas convivientes.
El resultado resultó asombroso. Ya que estamos con los libros, digamos que podemos parafrasear a Tolstoi: Todas las familias felices tienen las bibliotecas que se les parecen, pero ninguna biblioteca se parece a la otra.
La forma en que cada casa resuelve su acumulación de libros merecería un ensayo, y no unas breves líneas.
Los pactos secretos o implícitos, la concordia y aún la discordia alegre campean en esas casas, en fórmulas irrepetibles. Uno puede medir la convivencia, la intimidad, las fricciones y hasta los olvidos fisgoneando las bibliotecas. Se aprende mucho pasando el dedo por el lomo de los libros. Polvo, amores, relecturas, predilecciones, allí están, al alcance de una mirada.
Pero, ay, una pregunta lleva a la otra, y llegamos a un tema, si no tabú, al menos sobre el que se pasa en sordina, o en puntillas. Los libros perdidos, las bibliotecas abandonadas o partidas en separaciones y divorcios.
¿Cómo dividirlos? ¿Cuáles libros son gananciales, cuáles propios? ¿Cuáles, aún los leídos a cuatro ojos, pertenecen a cada uno? ¿Cómo se parten las bibliotecas? ¿Se puede hacer un régimen de visitas, o de tiempo compartido? ¿Son equiparables a las mascotas?
Los libros, se sabe, son bienes muebles para el derecho. Si uno se descuida, hasta algún distraído dirá que son fungibles, que un libro es igual a otro, o es intercambiable por otro. Que puede reponerse, que vale igual a otro que nos aguarda en cualquiera librería. Cualquier lector sabe que no es así. Es más, es lo contrario. Cada libro, como cada amor, es único; se lee de modo propio, y se lo apropia de modo único.