En el vasto mar de videos que circulan por las redes sociales, un tipo de material resalta con particular vehemencia: muestra a jóvenes de los años ‘90, en las salidas de recitales o de paseo por alguna calle de Buenos Aires, a quienes se pregunta con una sencillez casi inocente “¿qué tal estuvo?”.
Los testimonios son fascinantes, no solo por el contenido sino por la forma en que son dados. Las respuestas suelen tener una articulación clara y una estructura lógica. Se expresan con elegancia. Y no dejan dudas de que el pensamiento que subyace está presente. No es casualidad que este tipo de grabaciones se convierta en una pieza clave en el debate sobre la educación argentina.
Como si su confrontación con el presente evidenciara el drástico deterioro del discurso de la juventud, una pérdida de calidad del vocabulario y las formas del lenguaje que difícilmente pudieran ser pasadas por alto.
Así, en el marco de la muy comentada crisis cultural que azota nuestro país, nos tienta el análisis del tema: ¿cómo se articula un pensamiento? ¿Cuán amplio es el vocabulario? ¿Qué atributo tienen las palabras y cómo son pronunciadas?
El fenómeno no se revela solamente en el laboratorio o la academia. Se constata también en el habla cotidiana, en las lenguas que se esbozan en la esfera pública: en los trenes del AMBA, en los pasillos de las terminales, en las redes sociales, por citar algunos campos donde la tierra pareciera ser más fértil para estos cultivos. Se ha hecho habitual la simplificación del idioma, la aparición de modismos incomprensibles para muchos.
Estructuras fragmentadas que parecen emerger sin ninguna cohesión. Y no estamos hablando solo de los códigos de la juventud, abarca gran parte de las escenas mundanas. El lenguaje, por momentos, se disuelve en la misma trivialidad que describe. Hay dialectos generados por las prácticas que hacen muy difícil al outsider entender una conversación.
Aún más, hay sonidos irreconocibles, vocales extrañas a las cinco del español. Las peleas callejeras o los improvisados monólogos humorísticos de personas que buscan hacerse notar por unos segundos en la vorágine digital son una muestra elocuente de un lenguaje reducido a lo esencial, donde la precisión y la claridad escasean.
La relación entre lenguaje y conocimiento no es un asunto menor. Ya lo enseñaba la filosofía clásica: la capacidad de nombrar, de poner en palabras los elementos de la realidad, es lo que nos permite dominar esos elementos y no ser dominados por ellos. Es memorable el filósofo Ludwig Wittgenstein cuando en su más famoso tratado afirma que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.
Con claridad subraya la importancia de una lengua rica y precisa para la ampliación de nuestra comprensión de la realidad. La estrechez del vocabulario es el primer paso hacia la alienación, hacia la reducción del individuo a la impotencia involuntaria. Con un léxico pobre, la realidad se presenta como un hecho que se impone, difícil de desentrañar o entender. Si no se puede nombrar, no se puede comprender ni modificar. Si la lengua se vuelve una camisa de fuerza, el alma pierde la libertad de moverse.
Se abre un abismo y la tentación de pensar que todo es un problema académico, un desafío que se puede superar con la mera acumulación de notas y conceptos en los exámenes. Pero el lenguaje no es una cuestión menor.
Es, al contrario, la piedra angular sobre la cual se erige la cultura, la base de nuestro entendimiento del mundo. No es un juego, no es solo la asignatura que se “debe recuperar en marzo”, sino el mecanismo con el que los pueblos se desarrollan, avanzan y, lo más importante, mantienen su autonomía.
Frente a este panorama, es irresponsable ceder a la tentación de ofrecer a los estudiantes una educación superficial. Ser laxos en el aula cuando usan mal el idioma o mirar para un constado en la evaluación de exámenes y ejercicios escritos. Esta suerte de regalo, que es la cara más visible de la superficialidad, permitirles pasar con lo mínimo, no solo les roba la oportunidad de ser mejores, sino que les envía un mensaje errado sobre la vida misma.
Los alumnos merecen la oportunidad de ser mejores. Este es un principio fundamental: un texto o un comentario, ya sea oral o escrito, debe ajustarse a la normativa del idioma, debe ser coherente, debe tener cohesión. El lenguaje no es solo una herramienta de comunicación, es el vehículo de la comprensión y la reflexión.
Nos seguimos preguntando cómo estudiantes que han estado doce años en escuelas o colegios, con no menos de cinco horas diarias de clase, son incapaces de manejar los aspectos básicos del idioma. El sistema ha fallado, claro está, pero eso no nos exime de nuestra responsabilidad como sociedad de restaurar la calidad del discurso, la rigurosidad de la formación, el deber de exigir más.
A medida que el mundo se vuelve más veloz, más digital, y más superficial, el lenguaje, ese instrumento que nos da acceso a la verdad, se ha vuelto más frágil. La educación debe ser el antídoto contra esta fragilidad. Se trata de enseñar a los jóvenes a decir lo que quieren decir y a decirlo bien, con precisión, con el poder que solo da el conocimiento profundo. La educación y la escuela deben formar hombres libres, capaces de autodeterminarse, capaces de no ser absorbidos por la superficialidad de un lenguaje que no dice nada y que no nos deja ser nada.
La educación plena capacita a las personas para ser libres, dueñas de su propia vida y capaces de decidir por sí mismas. En este desafío, la lengua es la llave. Ahora examinemos si somos capaces de volver a tomarla, de restituirle su dignidad.
Daniel Sinopoli es Director del Instituto de Ciencias Sociales de UADE