Las primeras semanas de Donald Trump en el gobierno se están desarrollando como era de esperarse, pero eso no significa que sus primeras acciones sean menos llamativas o desconcertantes. Deportaciones masivas, crisis internacionales (por ejemplo, la disputa y amenazas a Colombia, la posible crisis tarifaria con Brasil, Argentina o México), la propuesta delirante para echar a todos los palestinos de Gaza o el apoyo explícito a la extrema derecha europea son pequeñas muestras de la crisis constante y sonante que promete el trumpismo 2.0.
Como bien saben los expertos en fascismo y populismo, este tipo de líderes suele utilizar sus primeros días en el poder para restar importancia a la legalidad, aumentar la demonización, incluso recurrir a la deportación y la persecución. Lo que estamos presenciando es un intento de establecer el tono para hacer aceptable lo que normalmente en las democracias normales se considera inaceptable. Quieren adormecer a la población ante declaraciones, mentiras y acciones impredecibles e ilógicas.
En este marco, Latinoamérica parece un terreno fácil para hacer y deshacer. Un ámbito para hacer ruido y promover el espectáculo frente al que no pueden hacer mucho sin enfrentar consecuencias graves para sus economías y políticas internas. El intercambio surrealista con el presidente colombiano, quien se prestó a sí mismo y a su país a ser manipulado y vapuleado, y el uso de aranceles para negociar espectáculos políticos no económicos demuestran que no se puede contestar con demagogia o populismo. Es necesario pensar programas conjuntos para defender lo propio y no decir cosas por redes sociales.
Los primeros días de Trump en el poder también están de alguna manera desarticulados y descoordinados e incluso dominados por la ineficacia e impredecibilidad del líder. Trump claramente no es una persona que piensa con profundidad lo que dice y hace. Este nivel de ignorancia en los círculos más altos del gobierno de Estados Unidos es, por supuesto, impactante pero esperado. El conjunto de personajes promovidos para su gabinete presenta un récord de charlatanes y obsecuentes y, sobre todo, carentes de conocimientos.
Pero Trump no hace nada que no dijo que iba a hacer. Prometió una campaña de conmoción y asombro y su gobierno la continúa como si todo se tratara de un constante plebiscito del que solo participa la mitad de la población. En todo esto, hay un efecto adormecedor en la oposición.
Hay fatiga de Trump entre el 48% que votó en contra del líder populista. Y también en los muchos que decidieron no votar en su contra. Trump ganó con el 49% de los votos. Esto, por supuesto, no puede darle legitimidad para ser inconstitucional y, sin embargo, lo intenta. Trump promueve las nuevas grandes mentiras de su plena legitimidad.
No es exclusivo de muchos estadounidenses sentirse hipnotizados por estas formas ilógicas de pensamiento y su propaganda y espectáculos. Pero muchos no votaron a Trump por esto, sino por razones económicas. Como pasó en historias previas de extremismos y autoritarismos fascistas y populistas, tarde o temprano muchos de ellos se darán cuenta de que creen en promesas falsas y mentiras. La pregunta es: ¿qué tan pronto?
Por ahora, reina la mentira. La nueva gran mentira es que Trump ganó de manera aplastante y esto lo autoriza a poner el mundo patas arriba. Esta es la gran confusión que se está promoviendo en estos momentos. En democracia ganar elecciones no da un cheque en blanco para borrar el pasado o pasar por encima de la legalidad.
Federico Finchelstein es historiador. Profesor de la New School for Social Research de Nueva York.
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