Paloma y Josué vivían un romance limitado por la primariedad de las relaciones sociales dentro de su barrio. La prototípica vecindad reciente del Conurbano bonaerense en la que la pobreza exhibe los pliegues de su heterogeneidad: desde familias con un pasar holgado hasta otras en los límites de la supervivencia.
No obstante, la pulsión progresista emerge de lozas y viviendas en marcha. También, la ausencia del Estado: calles de tierras, sin pluviales ni cloacas, con iluminación insuficiente y cámaras oficiales abandonadas o inexistentes.
Ambos pertenecen a familias nucleares integradas: tres hermanos en el caso Josué; y uno en el de Paloma. Padres trabajadores y observantes de la educación de sus hijos. De hecho, eran compañeros de colegio. El padre del niño es un trabajador industrial despedido que se la “rebusca” junto con su acotado clan como reciclador.
Al borde de la supervivencia; aunque es cuestión de escuchar el discurso de su doliente hermana para detectar la huella educativa en su sólida capacidad de expresión. Aquella que le permitió saltar el cerco barrial e ir a trabajar durante el verano con su novio en un balneario de la Costa. Sueño que pretendía reeditar su hermanito una vez concluidos sus estudios secundarios.
El padre de Paloma es un “todoterreno” electricista y reparador computadoras; además de reconocido pastor evangélico que predica como periodista en radios locales y redes sociales. Cuestión que nos transporta, indirectamente, a la dimensión política capilar.
En el GBA humilde, en el que los “armados barriales” de referentes comunitarios han saltado por los aires, la religión es el último refugio antes o después de la caída en la marginalidad. Y ello le genera enemigos por proteger a los jóvenes de la otra referencia que comanda zonas enteras y amenaza a su propia feligresía: los dealers narco y sus redes de satélites, soldados, avisas y vendedores al minoreo.
Su “frialdad” frente a la tragedia de su hija, denunciada por comunicadores y profesionales metropolitanos, procede de su desconocimiento sobre la responsabilidad de los líderes religiosos en regiones en las que la fuerza impera como recurso supremo de supervivencia. Cultivan la espiritual; y no pueden cejar en público sin el riesgo de contagiar su desgarro emocional a cientos de “rescatados” induciéndolos a reincidir.
Pero volvamos a los chicos ultimados. En vecindades en las que muchos “caen” por carencia de contención familiar, desertan de las escuelas e ingresan en la sociabilidad de las bandas de “ni-ni” como “sogueros” o “transas”; sus familias procuran retenerlos todo lo posible dentro del hogar y controlar sus salidas por trayectos seguros. Su único nexo con el mundo es el celular. Los ámbitos de encuentro de la pareja transcurrían entre la escuela, el gimnasio y la plaza. Los tres, expuestos al escrutinio de una comunidad burlona y murmurante.
La hermana del adolescente relata que Josué le preguntaba adónde podía ir a pasear tranquilo con su novia: demasiado lejos, sin dinero; y debiendo transponer la frontera del hermético barrio. La decisión fatídica, eludir por un día el gimnasio y sortear el control animándose a pasar un rato en el “campito” aledaño antes del riguroso horario de regreso, los condujo a “cruzar las vías”. Su conocimiento de ese sendero obligado para salir o entrar al barrio cifró su tragedia.
Los descampados intersticiales, pulmones esporádicos en el hacinado Conurbano, suelen ser el refugio de los caídos del mapa social: personas en situación de calle, “fisuras”, depravados sexuales y descuidistas asaltantes de los transeúntes en procura de bolsos y celulares para comprar comida o drogas. Ahí, la supervivencia se rige por la ley de la selva. Sin duda que los chicos vieron “algo” o a “alguien” conocido efectuando alguna transacción inconfesable en esa “zona liberada”.
Curioso: la comisaría de Bosques que se sitúa a pocos metros de esa peligrosa tierra de nadie carece de cámaras y efectivos que la recorran. Los chicos llegaron justo a la hora de intensificación de “operaciones” clandestinas cuya visibilidad solo se reserva condicionadamente a los iniciados de “la vagancia”; y les depara a los testigos desprevenidos una ejecución tan brutal como ejemplar. En su caso, con enormes cascotes de hormigón solo movilizables por verdugos corpulentos experimentados en apremios y combates callejeros…
El resto: la combinación de impericia e impunidad típica del desquiciado GBA. La policía que interviene tardíamente a la retaguardia de sus familias desesperadas. El escenario del crimen sin cerco y quemado tras una marcha de vecinos entre los que se infiltró “alguien” que lo incendió para borrar toda huella.
Una fiscalía reconocida por su mala praxis que “se aparta” denunciando presiones de un abogado querellante… Y como broche de oro, una organización de otros “indignados” que para “terminar de una vez con ese reducto” se disponen a su “toma”; y radicar allí un nuevo asentamiento. Siluetas de las nuevas componendas franquiciadas y la sombra de la impunidad.
Pasos de otra danza macabra en una sociedad fragmentada. Incluso, en el interior de aquello que, genéricamente, se reconoce como “pobreza”; y que se mira en el espejo ya menos de “la Capital” sino de su centro urbano más próximo como, en este caso, Florencio Varela, Berazategui o Quilmes. Los jóvenes cuidados y educados de familias trabajadoras enceldados en sus barrios como en las aldeas medievales, los suelen desconocer. Al abrigo de acechanzas asesinas que están ahí; con apenas apartarse de su perímetro seguro.