Todavía estamos relamiendo la espectacular Expoagro que vivimos a fondo la semana pasada. Dicen que “conclusiones” es el momento en que nos cansamos de pensar, así que las voy a omitir. Antes bien, quiero seguir echando leña al fuego…
En los comentarios que fuimos desgranando a lo largo de la muestra, volcados en la web y las páginas de Clarín Rural, sostuvimos que en estas pampas se viene cocinando una nueva agricultura. Su característica dominante es la eficiencia económica y ambiental.
En el primer caso, una necesidad para sobrevivir en una sociedad que no puede subsidiar la producción de alimentos, sino más bien capturar parte (a veces, toda) la renta que genera una buena gestión.
En el segundo, la eficiencia ambiental, que surge no solo de la conciencia de cada productor (que siente la misión de entregarle a sus descendientes algo mejor de lo que recibió). Percibe también la presión de los consumidores y del conjunto de la sociedad, que viene reclamando prácticas más amigables con el medio ambiente.
La agricultura argentina (que irradia en toda la región) se ha convertido en la más sustentable del planeta. Con la llave maestra de la siembra directa y todo lo que la acompaña. Impresiona el despliegue de sembradoras, en stands gigantescos y una arquitectura impecable.
Nadie cosecha tantos kilos de producto por litro de agua llovida sobre el cultivo. Nadie produce tantas toneladas por unidad de insumos aplicados (combustibles, fertilizantes, agroquímicos). Hemos sido pioneros en el uso de insumos biológicos, la nueva oleada de productos de protección de cultivo. La líder mundial en inoculantes es Rizobacter, que arrancó cuando hace cincuenta años llevó al mercado una cepa de Rhizobium específica para soja, desarrollada por el INTA.
Bueno, esto es lo que pide el mundo. Pero algunos “no la ven”. Lamentable que sean del mismo palo, que en lugar de ver la oportunidad de mostrar la forma en la que hacemos las cosas, prefieren rechazar la agenda ambiental, a la que consideran cosa de comunistas. Profundicemos un poco en esto.
Ayer mismo, la gigantesca empresa canadiense McCain, que cumple este año 30 años en el país, comunicó la certificación como “empresa B”. Es decir, ha cumplido con los requisitos de sustentabilidad adoptados por una organización internacional, que también opera en el país. Cuando se le preguntó a la presentadora si esto no está respondiendo a una tendencia que algunos gobiernos están repudiando (Trump y Milei), la respuesta fue que ya no se trata de agendas oficiales, sino de la presión de los consumidores. “A nosotros McDonald’s nos pide esto cada día más”.
Lo interesante de lo de McCain y la certificación B es que se trata de un mecanismo de mercado para atender la nueva demanda, y no una imposición de burócratas globales. La empresa exporta el 60% de la producción de papas fritas desde su moderna planta de Balcarce. No solo pusieron en régimen las 7.000 hectáreas que siembran ellos directamente, sino que están conduciendo a sus proveedores en el proceso de buenas prácticas agrícolas y ambientales que le da otra entidad al término de agricultura regenerativa. No es agenda woke, es un camino posible que el mercado valora.
Hace unos días comentamos el caso de Viterra, adquirida el año pasado por Bunge. Sus clientes están pidiendo productos con certificación de huella de carbono. Actuaron. Hace un mes, en una reunión en el Sofitel Cardales, presentaron los números de casi un millón de hectáreas medidas, encontrándose con la sorpresa de que en muchos casos se tiende a la neutralidad en carbono. Todo certificado por Control Union, a través de la filial local de la entidad con sede en Suiza.
Bunge, en Expoagro, hizo eje en el impulso a la Camelina, la oleaginosa destinada a producir combustible de aviación sustentable (SAF). Lo mismo están haciendo Dreyfus y Cargill. La australiana Nuseed apunta a la Carinata, otra Brassica que produce aceite ideal para SAF.
En el rubro maquinaria, ya hay empresas que entraron en el circuito de la certificación de emisiones. G-FAS, que innovó con sus cabezales stripper de fibra de carbono, ordenó un estudio a Carbon Group para que le calcule el ahorro de CO2 cuando el aparato entra en el esquema de rotación. Estiman un ahorro de 32% de emisiones de CO2, no solo por ahorro de gasoil sino por los beneficios agronómicos asociados, que permiten aumentar los rendimientos en la sucesión de cultivos por ahorro de agua, adelantamiento de la siembra de segunda, mejor nacimiento y control de malezas, ahorro de herbicidas, etc.
No todo es carbono en la nueva agenda. Hay cuestiones que la sociedad también valora, y que el campo está entendiendo. La biodiversidad, el cuidado del paisaje rural, el tema social, el rol de la mujer, la diversidad. Ayer el IICA distinguió al museólogo y naturalista Claudio Bertonatti, que promueve la biodiversidad sin atacar las formas de producir, sino como complemento necesario.
Para quienes prefieren el negacionismo del cambio climático y repudian las nuevas agendas, la alternativa es ponerse a pensar si todo esto no es una oportunidad. La buena noticia es que lo estamos haciendo. Y que muchas empresas se están poniendo de este lado del mostrador. No es un curro de certificadoras. Hay mucho para ganar.