No es ninguna novedad señalar que la digitalización de la comunicación ha alcanzado su expresión más intensa en aplicaciones como WhatsApp.

Lo novedoso tal vez consista en indicar que lo que se presenta a primera vista como una herramienta de conexión revela, en realidad, una nueva forma de alienación, característica de esa sociedad del rendimiento tan lúcidamente diagnosticada por Byung-Chul Han. Así, WhatsApp no es un simple medio de comunicación, tal y como aparenta, sino ante todo un dispositivo que reconfigura eficazmente nuestra experiencia temporal y nuestra relación con el otro.

En la era de la absoluta e irredimible hiperconectividad, el sujeto digital se encuentra permanentemente disponible, o al menos está sometido al imperativo categórico de que así debe estarlo. La doble tilde azul de WhatsApp representa la materialización de esta disponibilidad absoluta, la imposibilidad de una ausencia que, por otra parte, sería legítima, pero que es castigada.

Así, en este nuevo escenario el silencio ya no es considerado un derecho sino una ofensa. La no-respuesta se interpreta siempre y unívocamente como rechazo, generando una ansiedad constante ante la obligación de estar siempre presente, siempre respondiendo, por lo que la temporalidad propia de la reflexión ha sido aniquilada en favor de la inmediatez compulsiva.

De este modo, WhatsApp establece y configura al mismo tiempo un régimen de visibilidad total que destruye e imposibilita toda forma de interioridad. La indicación “en línea” o “escribiendo” somete al sujeto a una vigilancia permanente que elimina cualquier espacio de opacidad, tan necesario para la constitución del yo, para la formación de la subjetividad, y en consecuencia no hay lugar para el secreto, para esa zona de sombra donde el sujeto podría refugiarse de la exposición constante.

El imperativo de la transparencia, característico del tecnocapitalismo, encuentra en WhatsApp su herramienta perfecta.

Así, y en virtud de todo lo anterior, fenómenos como la acumulación de mensajes no leídos generan un sentimiento de deuda permanente con el otro, una obligación moral que nunca termina de saldarse del todo, por lo que el sujeto digital vive en un estado de culpabilidad constante por no estar suficientemente disponible, por no responder con toda la rapidez esperada, casi con instantaneidad.

Además, el formato fragmentario de WhatsApp impide cualquier narrativa coherente y toda conversación se termina por descomponer en fragmentos breves que hacen imposible el desarrollo de un pensamiento complejo: se trata de un límite más ontológico que tecnológico y que restringe nuestra capacidad de articular experiencias que requieren tiempo y elaboración. La profundidad del pensamiento requiere una duración que WhatsApp no permite.

Por el contrario, la verdadera comunicación exige una interrupción, un silencio, una distancia. Requiere la posibilidad de no estar disponible, de desaparecer temporalmente para el otro.

Solo en esta negatividad puede surgir un encuentro auténtico, más allá del intercambio acelerado de información que caracteriza a nuestra época. Frente a la maldición del WhatsApp, debemos reivindicar el derecho a la desconexión como forma de resistencia contra la sociedad del rendimiento y su imperativo de comunicación constante.

Carlos Álvarez Teijeiro es profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral



Fuente Clarin.com

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