Desde que en las PASO de 2023 Javier Milei, hasta entonces un panelista tosco y vulgar de la televisión, emergió como un actor político, algunos de quienes consideraban votarlo se hicieron dos preguntas.

¿Intentará realmente, decía la primera, llevar a cabo todo aquello que propone? ¿Qué significado político, indagaba la otra, había que conferir a un estilo de intervenciones públicas basado en agresiones, calumnias, insultos y descalificación de los adversarios, fueran estos competidores en la arena electoral o críticos de sus dogmas económicos?

Cansadas de la larga experiencia kirchnerista, muchas personas a las cuales ni el estilo ni las propuestas más radicales del candidato provocaban entusiasmo decidieron sin embargo darle el voto, confiando quizá en que los excesos de campaña se moderarían una vez en el cargo.

Es posible comprender a quienes lo votaron dado que la responsabilidad moral ante una decisión depende exclusivamente de las posibilidades alternativas. Pero si la decisión tomada ante las urnas, cuando había solo dos alternativas, resulta comprensible, es sin embargo sorprendente el renovado apoyo que una parte significativa de las élites intelectuales, empresariales y políticas confieren todavía al gobierno.

No es extraño cuando lo hacen quienes comparten el estilo y el ideario del presidente, los que creen que la homosexualidad conduce a la pedofilia, quieren que la embajada argentina en Israel se traslade a Jerusalén, que Orban, Trump, Le Pen y Meloni sean los aliados del gobierno; los que quieren ir a “buscar hasta el último rincón a los zurdos hijos de puta”, o consideran que la interrupción del embarazo es un asesinato agravado, el cambio climático un invento del “siniestro ecologismo radical” y los feminicidios no existen.

Pero ¿qué ocurre con aquellas personas para las cuales cada una de esas posiciones agravia sus propias visiones del mundo, sus tradiciones políticas y sus historias personales, las elecciones que han hecho a lo largo de sus vidas?

¿De qué modo quienes se imaginan a sí mismos como demócratas y liberales, reformistas y tolerantes justifican ante sí y ante terceros el apoyo a un gobierno que humilla de manera sistemática los valores sobre los que se ha pretendido construir una comunidad política plural y diversa?

¿Son acaso el repudio del kirchnerismo o la baja de la inflación motivos tan poderosos como para abandonar toda exigencia cívica ante un gobierno cuyos déficits institucionales son cada vez más manifiestos, cuya integridad moral es cada vez más dudosa y cuya capacidad para conducir los asuntos públicos más evidentemente precaria? ¿Dónde radica la dificultad de las élites para asumir una posición consistentemente crítica?

No se trata de un asunto menor: la complacencia, cuando no directamente complicidad, tiene implicancias graves. La tolerancia ante conductas públicas repudiables acelera el deterioro por naturalización: restarle importancia a las malas prácticas hace cada vez más aceptable la transgresión, disminuye la sanción social para quien la comete, y propicia que las conductas antidemocráticas, antiinstitucionales y amorales se extiendan como norma.

Como resultado de la propensión a exculpar lo pésimo a cambio de algo considerado bueno, se justifica, con la baja de la inflación, la promoción de candidatos ominosos a la Corte Suprema, se acepta la violencia verbal hacia los críticos o la ausencia de presupuesto durante dos años.

Al suspender el análisis crítico de la realidad se dejan de lado hechos relevantes, como que las grandes reducciones del gasto público tal como se están llevando a cabo tendrán efectos sobre capacidades futuras o que la única fuente de crecimiento previsible del país es el desarrollo de economías extractivas de enclave, y que las desregulaciones dejan fuera a sectores críticos, como las industrias farmacéutica y automotriz o al inaceptable régimen de Tierra del Fuego.

Así como la “distribución del ingreso” o la “inclusión social” fueron los caballos de Troya dentro de los cuales se infiltraban en la ciudad la corrupción o el autoritarismo, la “estabilización macroeconómica” se ha convertido en la excusa para justificar todo aquello que debería resultar inadmisible.

En una escena pública polarizada, cuyas prácticas políticas son crecientemente agonísticas, la participación del Presidente en estafas millonarias, el avasallamiento del Parlamento o las más repudiables alianzas internacionales son consideradas “externalidades negativas” o “daños colaterales”.

Es cierto que ninguno de estos hechos tiene, como se dice, “impacto en la calle”. Pero esa relajación social ante hechos objetables no hace más que incrementar la responsabilidad de las élites, que deberían actuar como watchdogs de la acción del gobierno con el objetivo de contribuir a establecer límites y a inducir los cambios necesarios.

Las lógicas de exculpación, de naturalización o minimización siempre han producido agravamiento sistémico; nada permite suponer que esta vez el efecto será diferente. La negación y la justificación son formas de complicidad.

La degradación no es solo responsabilidad de quienes producen hechos aberrantes sino también de quienes los permiten. Aquellos – motivados por la ambición, por la locura o por ambas- tienen cuando menos el coraje de expresar con claridad sus intenciones y exponerse al repudio por hacerlo.

Quienes, con malabares retóricos, toleran lo que ocurre aspiran a obtener los beneficios pero pretenden evitar los costos, sean éstos morales o políticos: es complicidad y es cobardía. Quizá deberían tener presente la advertencia que hizo David Runciman a quienes celebraban la reciente asunción de Donald Trump: “La gente del público que se levantó y aplaudió durante su discurso -mientras Biden y Harris y los Clinton y los Bush permanecían cabizbajos en sus asientos- se ha equivocado, escribió. Creen que cosecharán los frutos de lo que sigue, pero también pagarán el precio”.



Fuente Clarin.com

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *