El contexto de avance hacia la estabilidad macroeconómica permite abrir una discusión clave para el desarrollo del país: cómo bajar los costos para que las empresas y la Argentina puedan incrementar su productividad y superar un estancamiento de varias décadas.

La mejora de la competitividad no es, a diferencia de lo que se ha querido instalar por mucho tiempo, una cuestión de tipo de cambio. Es, fundamentalmente, una discusión de reformas estructurales donde la prioridad sea disminuir el “costo argentino”, que en gran parte lo constituye el exceso de gasto público improductivo.

Ese “costo argentino” incluye la alta presencia de impuestos “super distorsivos”, el elevado costo del capital, la carencia de infraestructura adecuada, la falta de conectividad local e internacional, los costos laborales no salariales y el exceso de regulaciones absurdas u obsoletas que debe afrontar el sector productivo, entre otras cosas.

En esta columna, nos focalizaremos en el impuesto a los Ingresos Brutos y las tasas municipales, de alto impacto sobre la competitividad, pero sobre todo en el precio final de los bienes y servicios que consumen los argentinos. Tiene, además, su costado moral, ya que se trata de regímenes de muy poca transparencia sobre el total de impuesto incluido en el precio final del bien o servicio.

El impuesto sobre los Ingresos Brutos es el principal tributo que sostiene el financiamiento del sector público a nivel provincial pero -al mismo tiempo- es uno de los que más afecta la productividad y competitividad de la economía. Al aplicarse en cada etapa de la producción y comercialización genera un “efecto cascada”: a mayor grado de elaboración final, más caro es el impuesto y el valor final de ese bien o servicio.

Su impacto se ve agravado por regímenes de percepción y retención, de dudosa legitimidad constitucional, que anticipan el impuesto antes de que ocurra el hecho imponible y lo transforman en un impuesto adicional, ya que los saldos a favor no se compensan.

Para agravar (u opacar) aún más la situación, se trata de un impuesto “invisible”, donde el consumidor no conoce su incidencia en el precio del bien o servicio que está adquiriendo y se ve obligado a pagar más por tecnología, alimentos, indumentaria y hasta automóviles, en comparación con los países de la región, los Estados Unidos e incluso con los países europeos.

A la compleja pirámide impositiva nacional y provincial se suma otro escalón: las tasas municipales que, en general, suponen un costo que no está asociado a una contraprestación ni se calcula en función a la prestación de un servicio. Al contrario, se utiliza la facturación de las empresas como base imponible y terminan funcionando como alícuotas adicionales sobre los ingresos brutos.

Los intendentes y sus consejos deliberantes han encontrado la “rueda de la felicidad” gravando con impuestos (ocultos bajo la denominación de “tasa”) a las empresas en lugar de hacerlo sobre los vecinos, quiénes en este último caso demandarían efectividad en el gasto. El vecino termina pagando igualmente el impuesto, escondido en el precio del bien o servicio, como sucede con el precio de los combustibles cuando se incluye la tasa vial.

Una empresa argentina líder deberá afrontar incrementos de hasta 100% en las tasas que abona en un partido bonaerense. Pagarán unos $330.000 por cada uno de sus empleados con un costo de US$ 14 millones anuales solo por la tasa de seguridad e higiene. ¿Quién cree Ud. que terminará “pagando” ese impuesto?

En un mundo inmerso en profundos cambios, una vez más las oportunidades que se le presentan a la Argentina son enormes. Tenemos a favor nuestros recursos naturales, el capital humano y una cultura emprendedora que se sostiene aun en contexto adversos. Necesitamos reaccionar a tiempo y encarar reformas de largo plazo para fomentar un crecimiento económico sostenible. Sin dudas, la discusión del gasto improductivo y su contracara en los impuestos “super distorsivos” es una de las más necesarias.



Fuente Clarin.com

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