Gustavo Ferreyra es el mejor novelista argentino vivo, es el secreto mejor guardado de la literatura argentina, etc.: frente a esos blurbs mastodónticos, es difícil no acercarse con prudencia, cuando no mantenerse al margen. La editorial Godot ha decidido liquidar ese separación entre lectores y autor y publicar la narrativa completa de Ferreyra: después de El mamífero que ríe aparecen ahora su primera novela, El amparo, y la última de la serie de un personaje que se ha hecho célebre por su nombre y su saga, Piquito, hasta ahora un intenso conocido de unos happy few.

Hay que decir que El amparo contradice de entrada algunas de esas ideas congeladas en el freezer de la prensa cultural. No se trata de una novela realista, como podía esperarse, y la impresión inicial es la de un cruce de Kafka con los experimentos de Calvino en Tiempo cero. Las primeras páginas tienen a Adolfo, el personaje principal, congelado en un marasmo provocado por la sospecha de un error: no sabe si se ha levantado tarde para el servicio de comedor, en el que está integrado como “receptor de carozos”, una actividad que parece innoble y repulsiva.

Sin embargo, la dignidad que le atribuye el propio Adolfo nos anticipa un sistema cortés desplegado a medida que la mente paranoica del personaje piensa en las posibles consecuencias de su error. Entendemos, en ese comienzo estático, el mundo en el que nos movemos: una mansión blindada al mundo exterior, regida por un señor que está a una distancia olímpica de la servidumbre que se agita a su alrededor, en la que Adolfo aspira a pasar sus días “amparado” de un exterior cuyos recuerdos oscilan entre la tristeza y la precariedad.

No es difícil intuir alegorías. Publicada en 1994, la paranoia de Adolfo con respecto a las camarillas que lo rodean en el servicio parecen filtrar el escenario del neoliberalismo menemista con su contracción de la demanda de trabajo, el triunfo del sálvese quien pueda, ese servilismo que se imponía a diestra y siniestra al que quisiera conservar una ocupación en la década del 90, hasta hace poco recordada como un escenario de división en dos de la sociedad, entre incluidos y sobrevivientes.

Pero también ese mundo de Adolfo insinúa ser un símbolo de cualquier vida, con sus ciclos de alzas insignificantes y bajas humillantes. Además, es fácil ver algo que Ferreyra ha marcado en los sucesivos posfacios: una distopía casi contemporánea, en la que el trabajo ya no existe y los ofendidos y humillados de la historia se avienen a sobrevivir cumpliendo el capricho señorial de una servidumbre orgánica, cuando ya en el afuera solo quedan tribus que se despedazan por restos cada vez más escasos.

El amparo sostiene ese mundo onírico en una prosa de una precisión maniática y una dicción al mismo tiempo alambicada y lógica, una poesía de la exactitud. Ese instrumento vuelve tristemente cómico el registro de los impulsos eróticos de Adolfo, su retorcimiento masoquista, ahogado gozosamente en la agonía (un resultado esperable en seres a los que les está negado casi todo placer, casi toda expansión y toda espontaneidad). Así, el coto inmenso pero claustrofóbico de la mansión compone una suerte de diorama infernal, que es difícil de atravesar pero también de abandonar.

A diferencia de El amparo, Piquito en los vientos está doblemente abierta: en primer lugar, a un mundo de referencias históricas que reconocemos inmediatamente, desde nuestro presente político hasta la década del setenta, pasando por Malvinas; en segundo lugar a la historia de Piquito, un personaje que es “el más extremo de la literatura argentina contemporánea”. La novela nos permite reconstruir la saga: Piquito es una suerte de profeta que ha surcado la política argentina desde la izquierda hacia un amor a Cristina Kirchner que es casi carnal; ha matado, ha estado preso, se ha fugado de la cárcel, y ahora, cerca de los cincuenta años, permanece retirado en Mallín Ahogado, a siete kilómetros de El Bolsón, con su hijastra Abril (hija de su expareja Josefina y pareja actual).

Entre los ramalazos de su farragoso delirio reconstruimos la utopía milenarista que anuncia en calidad de profeta o de mesías (entre sus tantas dudas, Piquito no termina de saber cuál de esas figuras encarna): advendrá el sapiens cuando el universo, la unidad, se imponga a las tristes divisiones religiosas y étnicas de una humanidad sin salida; hay una zona, Calmuquia, que funciona como tierra utópica (el mismo Ferreyra ha declarado que los calmucos fueron señalados por un biólogo como los hombres más feos de la tierra, y además no profesaban religión, con la excepción de un budismo “fingido”); Bruna, su discípula, está identificada con la Virgen María y con una fractura en la figura de Cristo que lo separa de Jesús, más cercano al cuerpo y al sapiens que al ícono católico propio del mundo divisorio de las religiones. Bruna va a buscar a Piquito al sur, lo cual significa a lo largo de la novela una suerte de amenaza difusa, que compite con que asoma en la otra zona del relato.

Porque del otro lado, Ferreyra cuenta una prosa más contenida la vida de un hombre que va en la dirección opuesta a la de Piquito, desde una excepcionalidad marcada (es una especie de genio matemático que parece jugar a menos para no llamar la atención) hacia un destino de una sencillez insultante. Este hombre no terminó la escuela, estuvo en Malvinas y pasó por una experiencia fundante de su “closet”: el amor físico por las nalgas de un soldado, el Culinche Vidal, con el cual selló un pacto íntimo que lo acosa en la madurez. El doblez de la historia le permite a Ferreyra explorar

“incorrecciones” del discurso social autorizadas por la intimidad, como sucede también con la experiencia sexual de Piquito. El segundo narrador tiene un problema irresuelto con su propia homosexualidad, y su teoría de la genética de la homosexualidad es tan brutal como el desprecio por su matrimonio. En el cruce entre esa experiencia herida de un hombre entristecido por el mundo y Piquito hay anunciado un final para el mesías de Ferreyra.

En el discurso de Piquito hay una libertad que puede resultar desconcertante y expulsiva, pero también hipnótica. Es difícil entender de qué nos habla exactamente si no tenemos alguna experiencia con las teorías milenaristas, alguna lectura de la tradición filosófica: el personaje habla para sí mismo. Pero ese paso de ventrílocuo de Ferreyra encarnando como un médium a Piquito es tan extraño, tan extremo, que a la fascinación musical de su prosa y el interés “temático” suma el valor del contraste con un medio literario que a veces parece dominado por la corrección y la eficacia.

El amparo, Gustavo Ferreyra. Ediciones Godot.

Piquito en los vientos, Gustavo Ferreyra. Ediciones Godot.



Fuente Clarin.com

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *