Hace veinticinco años que me gano la vida escribiendo. He escrito anuncios publicitarios, notas para revistas, guiones de TV, cuentos, novelas, chistes, poesías para niños, biografías de personajes célebres, creo que estoy en condiciones de afirmar que (descontando los aforismos que salen en los sobrecitos de azúcar) todo lo que se puede hacer para entretener a la gente con 27 letras, lo hice.

Y me pasa lo que a cualquiera con una vida en el oficio: a veces me embola. No me quejo, tengo trabajo, no hombreo bolsas en el puerto. Pero desde mi escritorio, enchufada al teclado como un autómata eléctrico, suelo soñar con ese otro mundo. La brisa que viene del río pegándome en la cara, el olor a pescado condensándose en el aire, las bocinas de los barcos cortando la modorra, la sensación vigorizante del peso sobre el hombro, la satisfacción de descargar la bolsa en el camión; y finalmente, con la gratificación del deber cumplido, acomodarme junto a otros estibadores a ver el atardecer, mientras alguno se prende un pucho y otro tira una frase sabia sobre las cosas que el agua trae y se lleva.

Pero no. Nada de eso. Escribo. Y lo que venía a decirles hoy es que escribir no es necesariamente un planazo.

Lo más molesto de esta profesión es la cantidad de gente que piensa que no lo es. Claro, hay un mito bastante extendido de que escribir es una necesidad del alma, una catarsis profunda, una expresión de los más puros sentimientos, un acto de amor al arte, todo menos un empleo honesto.

Y de la mano de esta concepción naive, viene la inmediata conclusión de que, semejante estado de comunión poética, no tendría por que ser remunerado. ¿Cómo vas a escribir por plata? Pregunta la gente, como si uno fuera un traidor a la sagrada logia de la pluma por pretender llevarse unas monedas para meter algo al buche entre párrafo y párrafo.

¿Por qué debería cobrar un escritor, si las palabras son gratis y de dominio público? Si juntar letras para trazar una idea es algo que todo el que terminó la primaria puede hacer perfectamente, y además a muchos les gusta.

Siguiendo este razonamiento, un verdadero escritor vocacional debería sentarse con un cuadernito a ver caer el sol, volcar su corazón en la hoja rayada y después, no sé, ¿hacer malabares en un semáforo?¿Dedicarse a la caza y la pesca? ¿Estibar bolsas en el puerto? Quién pudiera.

Repito la palabra puerto y vuelve la ensoñación de la sal, los anzuelos, los transatlánticos, los baldes rebosantes de dorados. Un universo que desconozco por completo, pero romantizo en mi imaginación como a otros romantizan el mío.

Sólo necesito un estibador que le pase algo parecido y quiera cambiar de vida por un día. Hacemos trato.

Eso sí, si las notas que él escribe tienen errores de redacción y las bolsas que yo cargo caen al piso haciendo un enchastre y arruinando la producción del día, que nos perdonen a ambos. Estamos viviendo nuestro sueño.



Fuente Clarin.com

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