Una mañana de 1869, el emperador Joshua Norton avanza con paso decidido por las calles de San Francisco. Su uniforme azul está gastado, pero todavía brilla con dignidad. Lleva una espada, un sombrero adornado con plumas y un bastón que le da solemnidad a sus pasos.

Al llegar a la sede de uno de los periódicos más importantes de la ciudad, se detiene, entra sin anunciarse y entrega al editor un nuevo decreto imperial: el Congreso de los Estados Unidos queda oficialmente abolido. El redactor no se ríe. Publicará el texto esa misma tarde, como lo ha hecho en decenas de ocasiones. Afuera, los transeúntes, le dedican una breve reverencia al verlo pasar.

Joshua Abraham Norton nace el 4 de febrero de 1818 en Deptford, Inglaterra, aunque otras versiones lo sitúan en 1819, o incluso en 1815. Sus padres, John Norton y Sarah Norden, son judíos ingleses que emigran al Cabo de Buena Esperanza, Sudáfrica, en 1820. Su padre es comerciante y su madre proviene de una familia próspera. El joven Joshua crece en Grahamstown, donde aprende varios idiomas, desarrolla su oratoria y se empapa de literatura clásica y leyes británicas.

Después de algunas frustraciones comerciales, Norton parte hacia América en 1846. Primero llega a Boston, luego viaja a San Francisco y en muy poco tiempo se convierte en un próspero comerciante de arroz y bienes raíces.

Para 1852, ya es una figura respetada en la floreciente ciudad del oro. Pero una jugada especulativa lo arrastra al desastre: intenta acaparar el mercado de arroz importado desde Perú. El plan fracasa. En 1856, se declara en bancarrota.

No mucho tiempo después, Norton realiza otra apuesta y así es que el 17 de septiembre de 1859, entró a la redacción del San Francisco Daily Evening Bulletin y deja una nota escrita a mano. Más que nota es una arenga:

“A petición perentoria de una gran mayoría de ciudadanos, yo, Joshua Norton, declaro y proclamo que me convierto en Emperador de estos Estados Unidos…

Joshua Norton vestía uniforme militar y lo dejaban viajar y comer gratis.Joshua Norton vestía uniforme militar y lo dejaban viajar y comer gratis.

Su sola presencia hacía que los negocios se llenaran. Algunos comerciantes ofrecían postales, retratos y botones con su imagen.

Norton, un loco lindo

Aunque el diario lo publicó como broma, a partir de ahí Norton se convirtió en figura pública. Saludaba a las multitudes, recorría la ciudad, inspeccionaba veredas, felicitaba a los policías por su labor. Caminaba con dignidad imperial: el uniforme azul tenía charreteras doradas, el sombrero estaba adornado con plumas de avestruz, tenía el sable al cinto y el bastón en mano. Su sola presencia hacía que los negocios se llenaran. Algunos comerciantes ofrecían postales, retratos y botones con su imagen.

Otra de sus rutinas diarias consistía en visitar imprentas, editoriales, bibliotecas, estaciones de tren, cafés y teatros, donde siempre se le reservaba un asiento en primera fila. Tenía privilegios: no pagaba pasaje en los ferris ni en el transporte público, y con frecuencia comía gratis. Los comerciantes lo agasajaban, los niños lo saludaban con reverencia, y algunos negocios incluso aceptaban como pago billetes impresos con su rostro y su firma.

Norton publicaba sus edictos en los periódicos como cartas al pueblo. Proclamaba decretos adelantados para su tiempo: pidió la creación de una liga de naciones para garantizar la paz mundial, sugirió la unión de todas las iglesias cristianas, y llamó al fin de las hostilidades entre religiones.

En 1869, “disolvió” por decreto a los partidos Demócrata y Republicano para acabar con la disonancia de la lucha partidaria. Intentó en múltiples oportunidades la construcción de un puente colgante sobre la bahía. Hoy, el Bay Bridge conecta San Francisco y Oakland. Muchos aún creen que ese puente conserva su espíritu.

Una de sus proclamas más célebres, escrita en 1872, señalaba con severidad: “Quien, luego de haber sido debidamente advertido, sea oído pronunciando la abominable palabra «Frisco», será culpable de Alta Faltosía y deberá pagar una multa de veinticinco dólares al Tesoro Imperial.”

Norton también fue un defensor de las minorías. En 1878, durante un mitin xenófobo contra la comunidad china encabezado por Denis Kearney, se subió a una caja frente al orador y exigió a la multitud que se dispersara. Nadie lo obedeció, pero su gesto fue recibido con una ovación.

Un tiempo antes, un oficial de policía lo había detenido con la intención de internarlo en un manicomio. Pero la reacción fue inmediata: la indignación popular estalló en las calles y los diarios exigieron su liberación. Norton fue puesto en libertad de inmediato, mientras el agente ofrecía disculpas públicas.

“¿Por qué habría de encerrarse a quien no ha robado, ni matado, ni hecho derramar sangre?”, se preguntaban todos. Norton, magnánimo, respondió con un “Perdón Imperial” al oficial. A partir de entonces, todos los policías de San Francisco lo saludaban al pasar.

Durante la Guerra Civil, Norton intentó interceder como árbitro neutral. Propuso que se ordenara su coronación formal para reunir a los sectores enfrentados. Envió cartas a Napoleón III, a la Reina Victoria -a quien incluso propuso matrimonio-, y hasta a Kamehameha V, rey de Hawái. No obtuvo respuestas, pero nunca dejó de escribir.

Hoy lo recuerda una calle de San Francisco: Emperor Norton Place.Hoy lo recuerda una calle de San Francisco: Emperor Norton Place.

Diez mil personas asistieron a su funeral: desde banqueros hasta mendigos.

“El Rey ha muerto”

La noche del 8 de enero de 1880, Norton camina como siempre por las calles húmedas de San Francisco. Se dirige al California Academy of Sciences para asistir a una disertación. Pero al llegar a la esquina de California Street y Dupont, frente a la antigua catedral de Saint Mary’s, su cuerpo se detiene. Tambalea. Cae. Se acercan, lo rodean. Un agente corre por un carruaje, pero es tarde. Joshua Abraham Norton, emperador de los Estados Unidos y protector de México, muere sobre el asfalto mojado. Sin riqueza ni linaje, se apaga entre su pueblo.

Diez mil personas pasan frente a su ataúd. Las carrozas fúnebres se alinean, las calles se llenan. Desde banqueros hasta mendigos, clérigos y estibadores, todos desfilan para despedir al único monarca que la ciudad hizo propio. Los periódicos, que durante veinte años habían reproducido sus proclamas, le rinden homenaje con un titular digno de la realeza: Le Roi est mort.

Primero lo entierran en el cementerio masónico de San Francisco. En 1934, sus restos son trasladados al Woodlawn Memorial Park, en Colma, donde descansa bajo una lápida sencilla con su título imperial. Desde entonces, no cesó de recibir homenajes. En 2023, San Francisco rebautizó un tramo de la calle Commercial -donde vivía- como Emperor Norton Place. Hay placas, estatuas, campañas para ponerle su nombre al Bay Bridge y una fundación -The Emperor Norton Trust- dedicada a preservar su memoria.

Su memoria no solo perdura en distinciones y monumentos: también la literatura lo inmortalizó. Robert Louis Stevenson lo retrató como personaje en The Wrecker, y Mark Twain se inspiró en él para crear al rey farsante de Huckleberry Finn.

Quizá San Francisco no lo dejó reinar por divertimento, sino porque, en tiempos de codicia y caos, necesitaba a alguien que encarnara una imagen diferente: un soñador, un emperador imaginario.

Como escribió Mark Twain, fue “la única ciudad lo bastante cuerda como para dejar a su loco ser emperador”.



Fuente Clarin.com

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