“Escándalos y soledades” fue una de las memorables novelas de Beatriz Guido (1970). Este impactante título resuena en mi cabeza al comenzar a escribir estas líneas. Si reparamos en las noticias cotidianas (dejando de lado la reciente tragedia de Bahía Blanca, los desmanes del Congreso o el escándalo mayúsculo de las criptoLibras), nos encontramos, casi todos los días, con “escándalos” varios, bajo el calificativo de Alerta, Urgente, Ahora.

Tras una tensa espera, vemos que el “escándalo” puede ser una historia de alcoba o un chusmerío de gente que, en verdad, poco nos interesa y cuya “intimidad pública” (como la llamaba Beatriz Sarlo) , es de una chabacanería y una vulgaridad sin parangón.

Habría como una falta de discernimiento entre lo importante y lo urgente. Se le da cámara a una ladrona con su bebé en brazos, a la que se premia, además, con una silla de panelista de TV.

Los lamentables accidentes de tránsito se muestran sin atenuantes y todo hecho policial ligado a robos, incendios, narcotráfico, viudas negras, forman parte de ese tsunami alarmista.

Entran asimismo, en esa categoría , y con la misma intensidad , desapariciones de niños, trata de personas, violencia de género. Y también paros, marchas y protestas, descontentos sociales. Todo, igualado en un Alerta y, prácticamente metido en una misma bolsa. “Fugacidad e intensidad son las cualidades del escándalo”, escribía la misma Sarlo (2018) , aclarando que para producir un escándalo había que ser “experto en invectivas”.

Estos escándalos diarios ocurren, obviamente, en todo el planeta. Pero no se magnifican tanto como aquí, hay más discernimiento. Hoy, el mundo está que arde. Situaciones-límite, nuevos dictadores, fanatismos, guerras sin fin, odios históricos; éstas sí que son alarmas mayúsculas.

Entre nosotros, todo se agiganta y desnaturaliza. Desde los más usuales y triviales acontecimientos, hasta los más relevantes. Hay un culto a la exageración que convierte una mala noticia en una baraúnda.

Nos vemos involucrados así en un bombardeo de escándalos, repetido con insistencia de una “cadena nacional” y con el suspenso de un “culebrón”. Para contarnos ¿qué? Además de los desastres reales , están los otros: los vaivenes de parejas , las intimidades, los increíbles chats- escabrosos, agresivos- que circulan por las redes; los argumentos de los abogados contratados por personajes del deporte , de las tablas o de las movidas tropicales. Todas, noticias aptas para programas de chimentos y no para informativos.

No recuerdo dónde leí que el chisme representa una suerte de vicio social, donde hay un 49% de imaginación, un 49% de exageración y un 1% de realidad. Tal vez la realidad sea más cuantiosa pero, metafóricamente hablando, algo de esa desproporción puede ser cierta.

Cuando se producen concentraciones multitudinarias, cuyos móviles son serios e importantes (demandas feministas, temas delicados como el aborto, las vacunas, la igualdad de derechos para la diversidad sexual, religiosa o étnica , la identidad de género), todo, otra vez, se distorsiona. Nos topamos con escenas entre grotescas y obscenas. De esa manera, lo genuino, lo equitativo y lo que verdaderamente preocupa a vastos sectores de la sociedad, se desvirtúa, politizándose las más de las veces o convirtiéndose en una caricatura. Como si en medio del reclamo justo, se extraviara el rumbo.

Nada más sabio que el dicho de Khalil Gibran: “La exageración es la verdad que ha perdido su temple”. Un día, un amigo argentino que vivía en México nos decía que todos nuestros males se deben a que el argentino es transgresor. Es cierto y no está mal.

La transgresión puede ser interesante en las artes, la literatura, en la vida misma cuando se es rebelde, creativo, provocador por lo original o ingenioso, pero no cuando genera caos, confusión, violencia y cuando las demandas terminan en vandalismo.

Alguna vez pasé por la Plaza de Mayo o por el Obelisco después de alguna de esas marchas de protesta y me daba vergüenza ajena ver las pintadas en el frente de la Catedral, los vidrios rotos, los edificios dañados, las piedras en el suelo, como si todo hubiese sido una batalla campal.

En este “catastrofismo” actual hay una distorsión de la evaluación. Se acude al lado visceral de la gente. Quizá sea un rasgo típico de esta época, donde a pesar de la tecnología ( o a raíz de ella) de esa adicción al teléfono celular, a las conexiones virtuales, las personas- en el fondo- están más solas que nunca.

Las pantallas parecen comunicar, pero en realidad aíslan. Salir a la calle y, de una manera presencial, hacer barullo, sacarse la ropa, exhibir cuerpos pintados y tatuados, gritar en forma colectiva, irse a los extremos ¿no sería una manera -acaso patológica- de sentirse acompañado, en pos de una meta común?

Pero con la desmesura, la negatividad se intensifica, la ira se potencia y todo se desmadra. En cuanto a los ideales, los sueños renovadores, la equidad y el bien común, en medio del caos, ¿dónde quedan?

“La exageración es una rama de la mentira”, aseveraba en el siglo XVII un grande: Gracián. Pero ¿a quién le interesa hoy la verdad? Con la sobredósis de fake news, imitaciones de la Inteligencia Artificial, clonaciones y discursos hipócritas ,acaso la verdad ¿ importa? Y en materia de temple, imprescindible para un mínimo de racionalidad ¿dónde encontrarlo?

Espero que, cuanto antes, volvamos a cierta sensatez.

Alina Diaconú es escritora.



Fuente Clarin.com

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