A veces pasan días en que no lo veo, y me olvido de él. Como si no existiera. Y a veces, como hoy, me acomodo para desayunar en el bar, miro por la ventana el buen sol, los árboles del parque, y de pronto aparece. Está inclinado sobre el café con leche, desgarbado. Lleva puesta la camisa que me puse hoy, pero parece que hubiese dormido con ella. Me cuesta un instante enfocarlo en el espejo que está frente a mí. Ahí está, me mira.
No me llevo bien con él, no me resulta agradable. Si puedo, lo dejo pasar, con la esperanza de perderlo de vista. Pero allí sigue. De vez en cuando salgo a caminar a buen paso, de buen ánimo, y a las pocas cuadras siento que él está allí, haciendo un esfuerzo para sostener el ritmo. Es lamentable. Porque en esas ocasiones aparecen sus pensamientos, sus temores. Mira con aprensión el suelo, teme caerse, que las rodillas se le doblen, que el aliento se le acabe. Entonces voy frenando, suspiro, y calculo la vuelta a casa.
Otras veces, de la nada, aparece pensando en sus cosas. Qué puede ocurrirle si se enferma, si lo abandonan y no puede valerse por sí.
Ciertos días, haciendo planes de viajes, de vacaciones, él empieza a echar cuentas, a hacer cálculos que no vienen a cuento. Cuánto le queda. Cuántos años, cuánta vitalidad. Si ese viaje es para él, si no habrá de agotarlo. Es difícil hacerlo callar, y más difícil escucharlo. No es que me enoje con él, pero es inoportuno. Y me agobian ese modo desgarbado de trotar, su tos intermitente, los colores apagados de su mirada.
No hay modo de evitarlo. Se hace más visible cada día. Quienes me conocen hace poco, los empleados de los negocios a los que entro por primera vez, hablan con él. Como si yo no existiera. Incluso tienen consideraciones que no tendrían conmigo. Pero se les nota cierto desapego, cierta urgencia por tramitar rápido cualquier transacción, el alivio cuando la conversación se termina. Temen que el viejo se eternice frente a ellos, contando historias pasadas, que ya no importan. Contando las cosas que fueron tan gratas para mí, tan relevantes.
A veces lo miro. Miro sus pecas de vejez, su pelo ralo, las arrugas que ya no se insinúan, sino que definen su cara. Aparto la vista. Es difícil mirar los ojos de un viejo, nos devuelve una mirada que cuesta sostener. No es suplicante, no es temerosa. A veces es demasiada dura, demasiado inconforme, y se sabe que uno no debe comprometerse con respuestas fuera de su alcance.
No nos llevamos bien, a veces sentimos que no hay lugar para tanto. Por eso prefiero ignorarlo, y él parece que prefiere no recordarme tampoco. Está ocupado en sus cosas, sus cálculos, sus pequeños sobresaltos. Pero vuelve a mí siempre. Soy casi toda su ocupación.
Y a veces hay algo parecido a una tregua, a una paz extraña.
Nos quedamos, juntos, quietos, probando el tiempo que nos toca. En ocasiones es el pasado, a veces un mañana difuso; las mejores, un presente que se dilata en una presencia inesperada.