Hace un par de meses aludí al estallido de una pasión reaccionaria impulsada desde los Estados Unidos por Donald Trump y, en nuestro país, por su fiel discípulo Javier Milei. Una adhesión sin fisuras de parte del presidente argentino a un liderazgo estrepitoso que nada tiene de liberal y mucho de un proteccionismo con inclinación autoritaria.
Cuesta entender la aquiescencia de quien, en la campaña electoral y en el primer año de una administración preñada de insultos a granel e invocaciones a una utopía libertaria, irrumpió en un escenario harto de inflación y corruptelas. No obstante, hay un aspecto que vincula a Trump con Milei: su carácter de outsiders y el temperamento agonista que los conduce a repudiar a sus oponentes y, de inmediato, a soportar con indignación su rechazo. Atento a un juego de palabras, alguien diría una reacción sobre la reacción.
Si echamos una mirada a este tumultuoso comienzo de año, quien parecía dominar la escena con ánimo polarizante enfrenta un conjunto de fuerzas dispares en el campo opositor. Todos han entrado a jugar partidas simultáneas. Esto se debe a dos causas concatenadas: una, los errores cometidos por el propio Gobierno; la otra, el recrudecimiento del faccionalismo en los rangos de la oposición.
No creo que valga la pena enumerar las fallas que se advierten en un Gobierno que se decía indemne a la corrupción, y, a su vez, proclamaba el respeto a la legalidad. Nos basta con señalar el escándalo de lo que se ha llamado el “Criptogate” y la designación por decreto del Poder Ejecutivo de dos miembros de la Corte Suprema de Justicia.
Como bien se ha dicho, estos sucesos han colocado al oficialismo a la defensiva, en la penosa situación de dar vida nuevamente a unas tradiciones malsanas muy conocidas: la nube tóxica de la corrupción que emerge de los sótanos del poder y el “ejecutivismo”, o hegemonía del Poder Ejecutivo sobre los poderes Legislativo y Judicial.
El impulso hegemónico, de sobra arraigado en nuestro pasado, nunca se va y nos muestra que cualquiera que sea el signo ideológico que lo justifica (kirchnerista o libertario) siempre goza de buena salud. No en vano hoy se habla de populismos de izquierda o de derecha.
De aquí surgen fricciones y violencia. Dado que es un impulso, esa intencionalidad del gobernante suele chocar con las fuerzas que lo cuestionan, abriendo paso a un faccionalismo poblado por los fragmentos de un sistema de partidos al momento declinante. Esta dispersión tiene por ahora la peculiaridad de abrir camino a un pluralismo negativo, apto para reusar de plano leyes y decisiones, en reemplazo de un pluralismo constructivo capaz de alumbrar coaliciones estables.
La aparente caducidad de la mediación clásica de la política en manos de partidos se debe al lamentable cuadro que presenta el espacio no peronista. A primera vista, es un continuo que va de la izquierda hasta el PRO, pasando por el radicalismo y la Coalición Cívica. En ellos se plantea la disyuntiva, también típica del ejecutivismo, de encolumnarse tras el propósito de fraguar un partido oficialista desde el Estado. Esta maniobra es asimismo antigua. Arranca con el antiguo Partido Autonomista Nacional, bajo la conducción de Roca y Pellegrini hacia finales del XIX, y culmina con la organización del movimiento peronista a mediados del último siglo.
Claro está que este designio, inspirado antaño por grandes liderazgos, es en estos días mucho más flaco. Con vistas a las elecciones intermedias de este año da cuenta de las relaciones que se entablan entre las provincias y el Gobierno en el marco de un federalismo asténico de recursos. En unas, para conservar la situación de gobernadores que pactan su adhesión en procura de obtener transferencias directas de un gobierno que deja de lado el presupuesto de gastos; en otras, para armar en lo posible coaliciones opositoras o cercanas al oficialismo.
El primero de estos movimientos es propio de provincias chicas; el otro, pone en tensión a los distritos grandes, en particular en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires. En tierras bonaerenses se insinúa una coalición entre el oficialismo y el PRO; en la Ciudad Autónoma se insinúa en cambio un laberinto o, más bien, un festín faccionalista.
¿Cómo se orientarán los actores en este laberinto porteño? Habrá que ver mientras en el espacio peronista, pese a las deserciones de algunas provincias chicas, soplan vientos proclives a reconstruir una unidad. Tal el objetivo del kirchnerismo que sueña con forjar nuevos frentes y sorprender a una oposición facciosa que no hace más que dividirse. La elección del mes de mayo en la Ciudad de Buenos Aires para designar legisladores locales es, al respecto, un laboratorio de prueba que tendrá repercusión nacional.
Se despiertan pues estrategias opositoras. En una semana intensa, con ánimo de repetir sus bravatas callejeras, el kirchnerismo ensayó de nuevo un plan desestabilizador con el auxilio de barras bravas y una represión mal concebida, para cosechar víctimas y presionar al Congreso. Aceleraron en una primera instancia, hace diez días, y fracasaron en una segunda, el miércoles pasado, en que la movilización fue menos conflictiva. Esto no quita que las tácticas movilizadoras no prosigan disputando la calle.
Por lo demás, el Gobierno obtuvo de la Cámara de Diputados lo que quería, aprobando un DNU que habilita otro acuerdo con el FMI. La economía, hoy sujeta a vaivenes en torno al tipo de cambio, resulta ser la única trinchera de una gestión que, por impericia, obcecación y desdén institucional, se desestabiliza en su seno.
Envuelto en la barbarie de la palabra, el “círculo de hierro” instalado en palacio transpira ambición y poder. Entre tanto, ese terceto ignora que sin inteligencia institucional ese poder se diluye al paso que crecen los contrarios: son erizos, diría Isaiah Berlin, a los que le falta la astucia del zorro.
Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella
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