Uno de los argumentos que se encuentran entre las explicaciones acerca del deterioro de la política, y por ende de la aparición de individuos atrabiliarios al frente de ella, es el de que no resuelve los problemas de la gente.
Desde inicios de siglo, la política se encuentra bajo al menos cinco parámetros: la canalización de la representación, y en buena medida de la participación, en las redes sociales; el anonimato o, si se prefiere, la expresión difusa de la anomia; la simplificación del discurso político; el peso determinante de las emociones; y el mantenimiento de patrones formales clásicos de actuación en la esfera pública.
La atención de las necesidades precisas de la gente en el día a día se vertebran a través de ellos. Por otra parte, la confrontación hace tiempo que ha dejado de ser ideológica, en los términos clásicos acuñados hace más de un siglo. En su lugar la liza se entrevera en el pentágono dibujado por esos parámetros. Las denominadas guerras culturales han terminado constituyendo el lugar pasional central de la pugna política.
Tres términos -diversidad, equidad e inclusión-, cuyas iniciales (DEI) constituyen un glosario de actuación política, fuera primero a favor o, como sucede ahora, en contra, han configurado parte de la batalla que ha lidiado la política. Una triada larvada durante décadas de una revolución inequívocamente cultural, pero alzada también en relación con cambios de naturaleza económica y social. Durante medio siglo han sido los ejes de iniciativas destinadas a combatir el racismo sistémico, la discriminación de la mujer, la marginación de las minorías y el abandono de toda preocupación medioambiental.
No obstante, y en consonancia con el profundo cambio de valores registrados desde el comienzo de este siglo, hoy viven un momento de profunda zozobra. Ahora, un decreto ejecutivo del nuevo presidente estadounidense no solo ha borrado de un plumazo su implementación en la administración pública, sino que articula mecanismos para perseguir a sus anteriores implementadores.
Dentro de la complejidad del presente hay tres factores que no admiten cuestionamiento alguno: la humanidad ha alcanzado, y seguirá haciéndolo por lo menos durante el próximo cuarto de siglo, su número más alto de población; el porcentaje de esta que vive en ciudades ha alcanzado la mayor cota de la historia (25% vive en ciudades de más de un millón de habitantes); y las tecnologías digitales se han expandido como nunca exponencialmente en términos temporales y físicos.
El escenario impone una aproximación a las cosas en términos probabilísticos en los que por su propia naturaleza la inteligencia artificial se encuentra en su salsa. Mientras que los resultados del modelo de la inteligencia artificial son probabilísticos la verdad no lo es. ¿Qué hacer con un modelo de diseño de políticas públicas establecido mediante un algoritmo?
Buena parte de la humanidad vive en una especie de consumismo ermitaño bajo el que la triada del DEI se agazapa. Atrapada en el circuito que define la vivienda, cada vez habitada por un menor número de personas, el centro multiusos, que une lo comercial con el ocio, y el trabajo, subsiste bajo un ritmo de acción que apenas se interrumpe. Quizá el cansancio, cuando no la soledad, sean las notas dominantes.
La cada vez mayor diversidad se camufla en las celdas donde moran los individuos bajo el paraguas del egotismo. La equidad siempre pendiente se distrae tras la aparente pantalla de igualitarismo que dicta la supuesta pertenencia a una inmensa comunidad acogida en la red social de turno. La inclusión, por último, queda supuestamente garantizada por el auto convencimiento del papel que juega la condición de usuario empoderado con voz en el universo mediático.
El terreno para la política en los términos conocidos durante el último siglo es precario, las instituciones que marcaron el terreno de juego son obsoletas y todo ello parece estar a punto de desvanecerse por completo.
Pero no solo se trata de la relevancia de los asuntos culturales centrados en cuestiones identitarias que han arrinconado temas si se quiere más prosaicos de los que al parecer nadie quiere hablar. Pienso en la calidad de la educación, de la asistencia sanitaria, del agua y del aire que nos rodea; también en el precio de los fármacos, en el tortuoso ir y venir durante horas de millones del trabajo a sus hogares.
Pero asimismo en la forma en que la política se focaliza en la oferta tan particularista como es la centralidad de las candidaturas denominadas, cada vez más, de independientes y vacías de todo contenido salvo en lo atinente al retrato robot personal construido por la agencia consultora al uso.
En efecto, una cuestión añeja ajustada a la preeminencia de pulsiones individualistas en torno a figuras prominentes está también presente como antes lo estuvo bajo los patrones del populismo clásico.
Lo diferente, sin embargo, estriba en la construcción de la oferta caudillista con tecnologías más sofisticadas y eficaces, de carácter universal, pero que igualmente usan una lógica en la que dominan cuestiones afectivas asidas a aspectos que simplifican la realidad y que reducen su resolución a términos banales binarios. Tecnologías que, por otra parte, en manos de los mayores emporios empresariales que jamás antes existieron son instrumento de alienación masiva y de socavamiento, mediante la singularidad, de las pulsiones igualitarias y libertadoras que una vez prevalecieron.
Manuel Alcántara es Director de CIEPS -AIP-Panama. Profesor emérito en la Universidad de Salamanca y UPB (Medellín)
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