La colosal respuesta solidaria que desató la catástrofe de Bahía Blanca mostró una de las caras de la sociedad. La marcha del miércoles pasado, copada por barrabravas a sueldo y manifestantes preparados para provocar desmanes, pretextando un apoyo a la justa causa de los jubilados que no merecen quedar embarrados con semejantes actos, más la herida con una bomba de gas lacrimógeno disparada por un gendarme contra el fotógrafo Pablo Grillo que lo dejó en estado crítico, más la jueza que en apenas horas liberó a más de cien de los detenidos por los incidentes, más los papelones que en simultáneo protagonizaban adentro del Congreso unos cuantos diputados y diputadas, dejaron a la vista otra.
Una que, lamentablemente, se alimenta día a día de las formas más diversas: una inseguridad desatada y creciente, justicia por mano propia, degradación en la educación, falta de apego a las normas, una sociedad fragmentada y cada vez más desigual, con grietas de todas las formas y colores y una desconfianza rampante, en todos los órdenes, que exponen las encuestas: 6 de cada 10 argentinos opina que la Justicia funciona “pésimo” y 3 dicen que “regular”.
El 49% tiene una imagen negativa del Congreso y 31%, regular. En el Indice de Percepción de la Corrupción, que elabora Transparencia Internacional, Argentina obtuvo 37 puntos sobre 100 (siendo 100 el menos corrupto) y quedó en el puesto 99 sobre 180 países, por debajo del promedio mundial y un puesto menos que en 2023.
Según el World Values Survey, menos del 20% de los argentinos considera que se puede confiar en la mayoría de las personas. ¿Con qué tiene que ver esto? Con el “capital social”, lo que en “Para hacer que la democracia funcione”, Robert Putnam define como “las características de organización social, tales como la confianza, las normas y redes, que pueden mejorar la eficiencia de la sociedad mediante la facilitación de las acciones coordinadas”. En el caso argentino, el panorama no pinta auspicioso.
Más allá de la economía, este es un problema de vieja data con el que Milei también tiene que vérselas. Los analistas explican que la escasez de capital social tiene un correlato directo con la lentitud del crecimiento económico.
En el libro “Confianza. La clave de la cohesión social y el crecimiento en América latina y el Caribe”, el BID sostiene que la confianza es el problema más acuciante, y el menos abordado, al que se enfrenta América latina y el Caribe, y explica que ya sea respecto de los demás, del gobierno o de las empresas, en esta parte del mundo la confianza es menor que en todo el resto (11% frente al casi 70% en los países nórdicos), y que las consecuencias se extienden a toda la sociedad: “La desconfianza reduce el crecimiento y la innovación; la inversión, la iniciativa empresarial y el empleo florecen cuando empresas y gobierno, trabajadores y empleadores, bancos y prestatarios, así como consumidores y productores confían unos en otros”.
¿Cómo se define confianza? Como “la creencia de que otros no actuarán de manera oportunista. No harán promesas que no pueden cumplir, no renegarán de las que sí pueden ni transgredirán las normas para aprovecharse de otros que las respetan”. La confianza sería la fe en la “honestidad, fiabilidad y buena voluntad de los demás”, a todo nivel.
La corrupción, la inseguridad jurídica, la devaluación de la palabra, la falta de transparencia en procesos e instituciones, las reglas de juego cambiantes, el oportunismo, el escaso apego a la ley y la falta de sanción para delitos de toda laya son algunas de las causas que explican la falta de confianza que hoy nos aqueja. Las consecuencias son conocidas. Es lo que se impone empezar a arreglar, además de la economía.