En La Dama de Porto Pim, Antonio Tabucchi da cuenta del sombrío relato de Christop Meckel: Hacia el fin de la Segunda Guerra, una enorme ballena, exhausta y descalabrada, se embarrancó en la playa de una pequeña y bombardeada ciudad alemana. Aquel mastodonte marino respiraba con dificultad, inmóvil, sin poder hacer nada. La gente miraba impotente, también. Nadie sabía cómo ayudarla, tampoco cómo matarla.
Para esos teutones desconcertados, el pobre cetáceo no era más que un cilindro oscuro y lustroso que, hasta ese día, apenas si habían visto en alguna ilustración, enfatizó Meckel. Pero un día, “alguien cogió un cuchillo, se acercó a la ballena, y extrajo un cono de aquella carne grasienta y se la llevó, con prisas, a su casa”.
En las noches siguientes, los lugareños hacían fila para arrancar pedazos a la ballena. Algunos se cubrían los rostros por vergüenza. Aun así la muerte no llegaba, como si esos alemanes macilentos, más bien fuesen chinos martirizadores practicando el suplicio de la muerte de los mil y un cortes.
He leído varias veces esta lúgubre crónica sin poder evadir ciertos recuerdos: entre 2014 y 2019, mis años finales de activo en la Universidad del Zulia (Maracaibo), daba miedo irse de vacaciones porque, a la vuelta, no se sabía qué profesor llegaría más enflaquecido por superar marcas de ayuno que harían palidecer al artista del hambre de Kafka.
La revolución era nuestro repulsivo espectáculo del hambre kafkiano y, una versión mejorada, del suplicio chino. El hambre mata lento. No solo a profesores, por supuesto. Más de 6 millones de venezolanos padecen hambre crónica, según agencias de las Naciones Unidas. Y a falta de ballenas encalladas, imaginemos especies más a la mano. Esperemos que no haya historias secretas de canibalismos comunales, aunque a Montaigne no le parezca grotesco mientras no se trate de ningún ritual guerrero: “No dejo de reconocer la barbarie que supone comerse al enemigo”.
Miguel Hernández escribió: “El hambre es el primero de los conocimientos / tener hambre es la cosa primera que se aprende / Y la ferocidad de nuestros sentimientos / allá donde el estómago se origina, se enciende”. Pero si el hambre es un instinto básico, “comer” es parte de la evolución humana al domesticar plantas y animales para “poseer el mundo natural”, transformarlo y servirlo en la mesa, dice Massimo Montanari. Y añade: “La comida es cultura cuando se consume”.
Para Hipócrates es res non naturalis (antinatural). Convenidos de su condición cultural, es concurrente de la economía y la política. Entonces, puede derivar en alguna forma de dominación al controlar las posibilidades de acceso al acto de “comer”. Y convertirlo, así, en chantaje y sumisión. Es decir, para hacer del “acto de comer” un “hecho cultural”, debo someterme. De lo contrario, comer sería una reacción de “ferocidad de nuestros sentimientos”, su animalización radical, el hombre-bestia, borrando todo rastro de libre albedrío. Y si Marx ve en la lucha de clases el motor de la historia, Martín Caparrós, cree que el hambre (versión feroz de la lucha de clases) es razón de revoluciones y contrarrevoluciones. Sentencia que: “ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre”.
En La epopeya de Gilgamesh, las palabras de la prostituta Shamhat a Enkidú siguen vigentes a más de tres mil años: «Come el pan, Enkidu, esencial para la vida, y bebe la cerveza, el destino de la Tierra».