Un sábado se levanta, toma el café con leche y sale. Al fondo, las luces de la calle siguen encendidas. Una vecina baldea la vereda. El colectivo, antes de llegar a la curva y dar una vuelta para tomar Urquiza, hace chirriar los frenos. En la esquina, un perro le lame los zapatos. Durante unos segundos ella aminora el paso, se detiene un momento y siegue hasta llegar al parque, -ve la isla con los bordes arenosos; ella usó esa imagen en los Juegos Florales y ganó las Odas seculares como premio. Baja hasta la costanera, descansa un rato apoyada en la baranda. El río se desplaza oscuro, silencioso. Atrás, el horizonte verde. De pronto, algo aparece en el cielo. Parece que es humo pero no es humo, parece una nube pero no es nube. Recuerda que la tía le habló del fin del mundo; un director llamado Orson Welles engañó a los oyentes relatando por radio una invasión de los marcianos como si fuera una noticia, las naves derrotarían a la tierra con un gas venenoso y estaríamos todos muertos en un abrir y cerrar de ojos.

Ella se apura a regresar a la casa. Está a pocas cuadras cuando se detiene en una iglesia. Hay un gentío amontonado en el atrio. El cura se pasea moviendo la mano para que todos entren. La agita porque hay muchos pecados para perdonar, empuja el rebaño gritando ego te absolvo, ego te absolvo. Ella quiere entrar a la iglesia, qué mejor lugar para esperar el fin del mundo. Imagina algo para confesar, qué puede inventar para quedarse adentro.

La vecina empuja a la hija en las escalinatas. La chica tiene problemas para subir mientras la madre la alienta, dice que todo va a terminar en pocas horas. Asegura que no van a llegar al otro día. El loco del pueblo sube y baja el atrio saltando de a dos los escalones. Se produce un desbande porque a lo mejor la noticia del fin del mundo terminó por volarle los patos. La gente presiona, se empujan unos a otros. Cada vez hay más fieles, ya no cabe un alfiler. En ese momento entra un hombre bajo y macizo, con una camiseta azul y amarilla. Se arrodilla en un banco, saca un pañuelo y hace unos nudos en los extremos. Dice en voz baja: “Es la final, final, tenemos que ganarles a los leprosos, Pilato, Pilato, si no ganamos no te desato”. Ella se acerca al hombre, mira como ajusta los nudos del pañuelo. Aunque él repite lo de: “final, final”, no parece preocupado por el fin del mundo. Ella está intrigada, no puede apartar los ojos de ese hombre ni entiende el motivo de la promesa.

Un tiempo después ella escucha hablar de un partido de fútbol a los amigos del padre. Nombran al héroe de la jornada, Aldo Pedro Poy. Y se entera que en la semifinal del Torneo de la AFA en el estadio Monumental, que Rosario Central jugó frente a Newell’s Old Boys, Poy hizo un gol histórico. En el segundo tiempo, se zambulló “en palomita”, impactó con la frente a la pelota para marcar el triunfo canalla por 1 a 0. Fue el 19 de diciembre de 1971.



Fuente Clarin.com

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